LAURA CASTAÑÓN
Domingo, 29 de mayo 2022, 16:28
En el principio fue la luz, porque Guillermo Rendueles llegó al mundo en el mes de junio, en 1948, cuando los días tienen vocación de largas horas de claridad. Lo hizo con prisa para incorporarse a la vida de sus padres, asomado al mar, en ... Gijón, en la misma Academia España situada por entonces en el edificio de los Jove Hevia, donde su padre era director. Algo de ese luminoso comienzo, pervive en el modo en que Guillermo Rendueles atraviesa su propio tiempo, pero, como inevitable contrapunto, también de la infancia más remota permanece lo que tiene que ver con las sombras: la soledad de la Academia silenciosa sin alumnos, aquella conjura de penumbras abocándolo a conocer el miedo del que solo lo rescataba la presencia cariñosa y el consuelo de Calixta, una mujer de Cudillero que se ocupaba de él en ausencia de los padres por trabajo.
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De las primeras fronteras, las que marcaba la ubicación de su casa, también las convicciones, esas que proceden de la elección del grupo de natación de Cimadevilla y el Fomento frente al Club de Regatas que sus padres nunca consiguieron que frecuentara. También fue deslumbrante el encuentro con José Luis García Rúa, maestro indiscutible, filósofo anarquista, y de algún modo responsable de que Guillermo Rendueles se interesara y ya para siempre por el pensamiento, y también adquiriera una conciencia social que lo llevaría a mantener posturas no siempre cómodas.
En el rostro de Guillermo Rendueles hay indicios, rasgos apenas perceptibles que se diluyen en el territorio emocional que marcan las coordenadas de la sonrisa y los ojos que clarean tras las gafas casi invisibles y que remiten inevitablemente al buen estudiante que, aunque le tiraba la Filosofía, terminó por inclinarse hacia la Medicina, precisamente por consejo de dos filósofos, García Rúa y Agustín García Calvo. No obstante, su pacto con todo aquello en lo que intervenía la mente y el raciocinio habría de acompañarlo ya para siempre. Y con los años universitarios, todo lo demás: el aprendizaje de la clandestinidad política y sus implicaciones, el aire helado de Salamanca, la fascinación por la psiquiatría, el encuentro con la cara real de los enfermos, las lecturas, las corrientes que llegaban de fuera y que ponían patas arriba un sistema que tenía más de cárcel que de establecimiento médico.
Habla con serenidad y con un tono de voz en el que la calma apacible se alía con el volumen perfecto, como si infundir tranquilidad fuera, no solo una seña de identidad propia, sino su forma de relacionarse con el mundo, y en esa mirada sobre las cosas habitaran las certezas adquiridas, la confirmación de las primeras ideas, la evolución de los planteamientos sin que la raíz sufriera desperfecto alguno. Sus reflexiones acerca de la situación en los psiquiátricos en los que le tocó trabajar en sus primeros años, y su rebeldía frente a la condición de prisioneros de los enfermos mentales, las lecturas de Basaglia y la antipsiquiatría, le valieron represalias, incluida una interminable mili en la marina como castigo en la Gomera. Su permanente actitud crítica con la psiquiatría ortodoxa, unida a su compromiso social permanente y que se hizo particularmente visible en los años del movimiento antimilitarista que promovía la insumisión, de la mano de su hijo, el filósofo César Rendueles, hacen de Guillermo un referente intelectual imprescindible, autor de una docena de libros y artículos que le han valido premios y reconocimientos.
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Hay personas que iluminan con su mirada que es sonrisa y con sus palabras que son sosiego. Asomado al mismo mar solo unos metros más al este de donde nació, Guillermo Rendueles, jubilado de su trabajo como psiquiatra en la Sanidad Pública, sigue sin embargo, desarmando las oscuridades y escuchando los miedos que nos convierten en vulnerables en esta sociedad que apremiada por un ideal de felicidad obligatoria y con cada vez menos anclajes en lo colectivo, espera de la psiquiatría una solución más cercana al milagro que a la ciencia.
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