Francisco Fresno

Profundamente reflexivo y con la ironía dibujada en ese gesto que parece perseguir certezas, Paco Fresno se planteó en la adolescencia a cuál de las dos cosas quería dedicarse: el ciclismo, que practicaba con placer y destreza, o el mundo de los lápices, los pinceles, los colores y las texturas. Para alivio de sus padres, también trabajaba en un taller de pintura publicitaria y rotulación y fue esa proximidad al mundo del arte lo que le decidió a que su futuro estuviera escrito en un lienzo en blanco. Puede que entonces no fuera del todo consciente de ello, pero se trataba, más que de una decisión, de una necesidad. Ahora sabe, con la solidez del tiempo transcurrido, que si no hubiera dirigido sus pasos por el camino del arte, su vida habría quedado reducida, sin la amplitud de pensamiento que la pintura y la escultura le han proporcionado.

El pintor, que ya experimentaba con las texturas el collage en el que intervenían materiales diversos, descubrió con un encargo que en la tridimensionalidad podía aplicar el color con más juego al recorrerlo espacialmente, el soporte cromático y las variaciones con las que el movimiento en el espacio dotaba a la obra. De ese modo se produjo la transición de la informalidad de los materiales que constituían sobre la tabla, el barroquismo del collage, a la geometría racional que daría origen a su escultura y que venía de la mano de una reflexión más profunda de una búsqueda conceptual, del sentido de lo que se crea.

Paco Fresno ha ejercido la docencia en la Universidad Popular de la primera época y confiesa que enseñar le sirvió para aprender, para interrogarse acerca de muchos aspectos de la creación artística y algo de esa profundidad introspectiva se ha quedado en la mirada, cómplice del cristal de las gafas, y en una barba en la que los grises van encontrando un acomodo inevitable con los años.

Algunas muestras de esa creación se han hecho compañeras de nuestros pasos y de nuestra mirada de cada día. Ha logrado que hagamos nuestra esa reflexión que sus manos imprimieron al acero corten y, obsesionado con perspectivas, dimensiones, entorno y con la responsabilidad de formar parte de la ciudad que ama, ha logrado que en el metal se escuche el latido de la memoria, la búsqueda de la luz.

Esa misma luz que desde su jubilación ha descubierto imperturbable en el Mediterráneo, donde vive y en el que nada cada día, mientras en el corazón y en la cabeza, anudado a los afectos (su hija, su nieto, su madre centenaria) palpita el recuerdo gris de este Cantábrico que puebla los sueños y que dibuja matices en las entrañas del pensamiento.