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LAURA CASTAÑÓN
Domingo, 4 de diciembre 2022, 16:18
Hacía frío en aquel diciembre de 1934 en Gijón cuando Fernando Ruiz llegó al mundo. Pero traía consigo energía suficiente como para hacer cálida la vida, primero de su familia y después de todos aquellos que fueron formando parte de esa existencia larga y fructífera ... que lo ha traído hasta estos días y lo ha convertido en una de esas personas gratas con una trayectoria imprescindible para la historia pequeña de la ciudad y del folklore asturiano.
Tiene Fernando Ruiz una seriedad en la fotografía que no termina de definir por completo esa personalidad arrolladora, esa torrencial conversación en la que los recuerdos se van enlazando unos con otros, como las cerezas de un cesto. Y con ordenada cronología de su memoria emergen la infancia en El Coto, el pequeño huerto que la familia tenía alquilado en La Arena, los juegos en la calle, bajando a toda velocidad con el 'carru de juegu boles', el pimpi rillín, las peonzas, el cine de Los Campos, los carros de chucherías, el colegio, el reparto del pan blanco que hacía su madre en casa para contribuir a la economía familiar.
Sonríe recordando, y entonces ese es su rostro de verdad, el de la afabilidad, el de quien atesora recuerdos con los que se van trenzando los días. En su caso, la infancia tuvo un elemento especial que lo diferencia de tantas otras biografías de sus coetáneos, y que de algún modo vino a determinar lo que sería el resto de su historia. Ser hijo de una cantante, campeona de canción asturiana y actriz habría de escribir los renglones de su propio itinerario vital. Ella, Josefina Fernández, dueña de una voz impresionante, formaba parte de Los Mariñanes, un grupo de teatro y música que llevaban alegría y arte por toda la provincia. Y a Fernando Ruiz, el hecho de acompañarla lo convirtió en Fernandito que, junto con Libe (hija de otra de las artistas del grupo), amenizaban el final de fiesta como pareja infantil de baile asturiano, y hacía también algunos de los papeles de las obras que exigían un niño actor. De toda esa época, guarda memoria de los años de carretera, viajando en furgonetas 'rubias', que durante la semana repartían leche y le ha dejado en la memoria olfativa el olor insoportable que desprendían, o en las cajas de los camiones. De todo aquel tiempo hay una novela impresionante que debería escribir, que hablaría de tardes felices, de sonidos de gaitas y tambor, de evoluciones en el escenario, de risas y de canciones, de pueblos y villas, de aplausos enfebrecidos, de la pasión por la música y el folklore que no lo abandonaría ya jamás. Y ello, a pesar del durísimo golpe que supuso la pérdida de su madre, la de la prodigiosa voz, con cuarenta años.
En los ojos claros tras el cristal impecable de las gafas, hay bonhomía y entusiasmo. En las líneas de la frente de Fernando Ruiz se dibuja un pentagrama en el que se lee la historia y la evolución de la música asturiana. Desde sus inicios, ya adolescente, cuando se integró como primer miembro varón en el grupo de baile de la Sección Femenina, que gracias a ello incorporó el Pericote en su repertorio, pasando por las lecciones de baile a domicilio para los niños de familias gijonesas con posibles, y los innumerables grupos que a lo largo de los años se crearon y crecieron bajo su tutela y su magisterio. Ni siquiera el puñado de años de trabajo en Alemania en los sesenta lo apartó de esa pasión.
La biografía de Fernando Ruiz es un rosario de grupos de baile (Coros y Danzas, Figaredo/Alvargonzález, Torrecerredo, Educación y Descanso, Alborada, La Alegría de Porceyo, La Amistad de Cenero...) y muchos años siendo conocido por su trabajo como organizador y presentador del Concurso de Canción Asturiana de EL COMERCIO, hasta este mismo año, entre otras razones porque eso del 'whatsapp' y el 'email' no lo lleva bien, porque energía aún le sobra.
Rapsoda que aún puede recitar poemas de más de tres minutos, coleccionista de etiquetas de botellas de sidra, conversador grato y guardián de la memoria de la ciudad, Fernando Ruiz, todavía puede oír el sonido de la moto en la que su mujer desde hace 62 años y él hicieron su viaje de novios a Barcelona, la voz de su madre cantando en casa mientras amasaba el pan, el compás del pandero y la gaita, el repique del tambor, y los pies aunque no se muevan, escriben una coreografía en un escenario infinito.
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