Enar Areces

También lo estuvo por la raíz, por la infancia y la casa de los abuelos en la Hueria de Carrocera, aquel mundo en el que aprendió a entender la pertenencia a una tierra, el incontestable poder de lo telúrico y el modo en que se ensambla con las vidas de la gente. Por eso sigue pensando que la única patria es la infancia, que en su caso está habitada por una cultura, por un idioma, por unos modos de enfocar la vida y por la presencia insoslayable del remangu como forma de vida.

En el rostro de Enar Areces viven en armonía la ternura y la geometría, de forma que es imposible separar la una, alojada temblorosa en la mirada, y la otra, que se sustancia en un flequillo cortado con tiralíneas, que tiene mucho de declaración de intenciones, como también lo tiene el modo en que el mentón se impone, o cómo el levísimo pendiente de la nariz marca su propio territorio. También la sonrisa, que se convierte en la síntesis, en el resumen de una historia aún tan corta y tan densa, presidida por la voluntad y la decisión de ser quien es, de estar donde está.

Su biografía, esa breve suma de décadas que la nombra, asoma con timidez en unos ojos que parecen tener un pacto con la atmósfera y que van adquiriendo tonalidades que maridan estados de ánimo con variaciones climáticas. Sus años de juventud transitaron entre los cuatro puntos cardinales marcados por Segovia y Lisboa donde estudió, y Barcelona y Madrid donde comenzó y transcurrió su andadura profesional. Eso fue hasta que el norte, eternamente presente en la mirada con que se contempla el retorno, terminó por imponerse, por escribir la letanía de la nostalgia, con tenaz insistencia hasta conseguir que en la voluntad empezara a crecer el pensamiento que se transformó en decisión invencible. Y cuando todos parecían abandonar Asturias en busca de otros horizontes, Enar, con su compañero gijonés, emprendió el camino de regreso, la vuelta al origen, para instalarse en Gijón. Era el inicio de una aventura tan pensada como incógnita, en la que además de la ilusión y las certezas tejidas en largas horas madrileñas, parecía estar claro únicamente un concepto, el remangu, la palabra tan oída en la infancia, la noción que definía esa necesidad de afrontar la vida con todo el entusiasmo, con la energía imparable, con fuerza y resolución.

En un principio fue, por tanto, eso, el remangu, y la certeza de que la identidad asturiana y el feminismo eran los ejes que sostendrían aquel proyecto que crecía en su cabeza. Que primero era la idea, lo que se quería transmitir y luego aparecería el soporte, el modo de hacerlo llegar, fuera ello una camiseta, una taza, un libro, un contenido audiovisual o musical. Todo con los pies en la tierra y en la memoria de la cuenca, la sabiduría de les güeles, y la cabeza en las nubes de una creatividad que no conoce ni límites ni fronteras.

Enar Areces sabe que las decisiones siempre son un riesgo, que dejar un trabajo envidiable en una gran agencia de publicidad madrileña y retornar a Asturias, podía ser entendido como una locura. Pero sabe también que a veces la magia reside en solo dos palabras, las que son capaces de escribir un futuro, y ella, a ver quién lo duda, es puru remangu.