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LAURA CASTAÑÓN
Domingo, 17 de abril 2022, 15:46
En agosto de 1937 en Barcelona, según las crónicas, hacía un calor pegajoso y húmedo, pero ese era el menor de los males en una ciudad bombardeada. En aquel escenario, entre el temor y la desolación, llegó al mundo Elena Mosquera, sin que el espanto ... de aquellos días pudiera dejarle más huella que la que las palabras y los silencios imprimieran al relato de su biografía: un tiempo impreciso justo antes de volver a tierras de Astorga, de donde procedía la familia, y donde sucedieron los días de la infancia y la primera juventud.
Siempre hubo una promesa de mar abierto en la imaginación de aquella niña de mirada penetrante y de sonrisa leve. El mar era una palabra que escribía historias en el aire con la voz de una tía suya que había veraneado en los años veinte en Gijón. Una sola y breve palabra para atravesar, con su inmensidad azul, con la brisa y las olas presentidas de un mar que siempre era Cantábrico, de un tiempo que aún no podía imaginar, sus días de escuela, su voluntad de convertirse en maestra.
Elena Mosquera tiene la belleza indiscutible y lúcida de los días cumplidos a la orilla de las certezas. Para ser alguien que llegó al mundo en mitad del caos y de las bombas ha sabido enhebrar en su existencia los hilos infinitos de la calma y el sosiego, el tiempo apacible, la sonrisa tranquila. En el cabello blanco de esa mujer que siempre mira como si en sus ojos llevara la llave que abre la puerta de todos los enigmas, se han ido depositando desvelos y sacrificios, trabajo y renuncias, los años de peregrinaje docente por pueblos que había que buscar en el mapa, la habilidad para hacer encaje de bolillos con familia, kilómetros, dedicación y decisiones no siempre fáciles de tomar, pero siempre con el apoyo de su marido, recientemente fallecido después de una larga vida en común. Incluso en el dolor de la pérdida florece una serenidad que solo algunas almas son capaces de conseguir. También en ese dolor la belleza.
El azar y sus carambolas terminaron por traerla a Gijón apenas comenzada la década de los setenta, cuando la educación empezaba a atisbar nuevos aires de modernidad y comenzaba la EGB. Fue en Gijón precisamente, en el Colegio Príncipe de Asturias (por entonces Primo de Rivera) de la Calzada donde la dimensión de docente adquirió otro rumbo distinto al que hasta ese momento había dirigido sus pasos. En esta ciudad encontró la valoración que le permitió enamorarse de nuevo, y esta vez para siempre, de la enseñanza.
Había elegido Gijón como destino profesional porque las posibilidades de la región para que sus hijos pudieran acceder a la universidad era prioritario, aunque en aquel momento fueran tres niños muy pequeños, pero sobre todo, porque había mar. Porque cuando conoció el Cantábrico en San Sebastián a los diecinueve años supo que había iniciado un idilio que se fue afianzando en el tiempo, que la ha llevado a mantener esa relación tan particular y que en los últimos días, además, le ha aportado una inesperada celebridad, al darse a conocer en una campaña, la extraordinaria felicidad que le supone a ella y al grupo con quien los comparte, esos baños al amanecer en la playa de San Lorenzo.
Cada día, desde hace ya muchos años, saluda al mundo y a la vida entregándose al mar, riendo como una niña en un inesperado y madrugador recreo, desafiando cualquier tentación de un frío que se vence en cuanto el cuerpo, sabio él, reacciona. Hay muchas formas de encontrar la felicidad, de dejar en el agua preocupaciones y miedos y salir renovada y lista para lo que venga. Hay extrañas formas de encontrar una inesperada familia hermanada por las olas, cómplice de ese momento mágico en que aparece el sol por el este, el aire se queda quieto y el día es una promesa.
Cada mañana, Elena y el mar de todos los veranos, de todos los inviernos, de cada día. Elena y el mar.
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