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Aunque nació en El Coto en 1964, en la calle Feijoo, y lo hizo además como muchos de los niños de su generación, es decir, en casa, las coordenadas vitales de Eduardo Fernández tienen en el barrio de La Arena, la playa de San Lorenzo ... y Cimavilla los límites de toda su existencia. Las raíces playas tiraron siempre mucho y de alguna forma facilitaron ese carácter abierto y profundamente gijonés que lo ha convertido en una figura esencial en el paisanaje urbano.
No fue un buen estudiante, abandonó la cosa de estudiar en el primer curso de FP 2, y en seguida le encontró el gusto a eso de trabajar de cara al público, porque esa es, en realidad, la esencia de este hombre: la comunicación con la gente, esa forma de conectar con quienes llegan cada día con su equipaje de preocupaciones y de esperanzas. Tal vez esa habilidad viene de su tía, estanquera también, con la que trabajó en sus primeros años y con la que aprendió cómo gestionar un establecimiento, pero también le sirvió para comprender que había en él un mecanismo especial, el que le permitía poner una sonrisa y una broma, y un gesto de esos que ayudan a hacer de cada día algo más llevadero.
En su rostro parecen pervivir, escoltados por la risa presurosa, los rasgos de niño, casi siempre parapetado tras unas gafas que lejos de disimular, acentúan la mirada traviesa y lista de quien siempre fue capaz de entender el mundo y a la gente, a los de los días y a los de las noches, porque también las horas del ocio nocturno ocuparon su jornada laboral. Por todo ello, Eduardo, observador y analítico, tiene un máster apócrifo en el paisanaje gijonés, sociología de la colectividad, psicología para leer con generosidad y sin errores las preocupaciones o las alegrías que cruzan el umbral de su estanco, que se llevan además de lo que traían en mente, un regalo en forma de broma, de buen humor, una anécdota o un chascarrillo, uno de esos pequeños milagros que te alegran el día.
Asomado al Cantábrico, enhebra mareas desde el rincón cálido de un local que tiene mucho de observatorio y bastante de confesionario, de refugio de pesares y de parada obligatoria para la gente del barrio y para quienes nos visitan. La playa de San Lorenzo, esa ventana de veranos inciertos y de inviernos de lluvia y viento, tiene en el estanco de Eduardo un regazo de sonrisas, de parada obligatoria para los que se aferran al cigarrillo, para los que aún escriben cartas con sello, y desde hace un tiempo para los que acarician un sueño.
Siempre con la complicidad y el apoyo de Bali, su mujer, los dos añadieron a su cometido propio de la expendeduría, la condición de Receptores Mixtos, es decir, se lanzaron a la aventura de incorporar la venta de lotería y como los que depositan su ilusión en un número, desde entonces saben de alegrías, las de sus clientes, que ya se han llevado cuatro premios de importancia en los tres años de trayectoria. Con ellos comparten anhelos, el universo que se abre ante las azarosas combinaciones de dígitos que transformarán los días de aquellos que sean bendecidos por la caprichosa suerte. Por eso, cada premio que sale de sus manos y que
se queda en el barrio o viaja a cualquier lugar de España, es un motivo de satisfacción absoluta que borra cualquier tentación para lamentarse de no llevar alguna participación.
El chaval que jugó a hockey con menos interés del que ponía en aquello de les mocines y salir por ahí, ha resultado ser campeón a la hora de meter goles en la portería de la suerte, en ese espacio de luz cantábrica entre el humo y el humor, esa alquimia perfecta de la que seguramente también están hechos los sueños.
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