LAURA CASTAÑÓN
Domingo, 2 de octubre 2022, 15:16
Para cuando Carlos Mesa se hizo ciudadano gijonés, ya hacía años que Gijón se había adueñado de él y el paseo del Muro conocía sus pasos. No solo el ritmo de sus pisadas, también el sonido de los acordes de una guitarra que no tenía ... problema alguno en hacer sonar, a pesar de que su rostro ya era conocido a través de la pantalla gracias a sus intervenciones en la televisión autonómica.
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Sea cosa de las circunstancias que lo van haciendo a uno, o de lo que venga inscrito en quién sabe qué código genético, Carlos Mesa, que nació en Oviedo en 1980, fue la luz y la risa, la alegría de la zona del Campillín donde vivía. Pequeño de cuatro hermanos, supo lidiar enseguida con las dificultades que suponían un padre ausente y una vida complicada en la que no era menor el trabajo ímprobo de la madre para sacarlos adelante. De eso, tal vez la herida y de eso también, tal vez la búsqueda del remedio. Repite con frecuencia que se dedicó a la interpretación por la necesidad de aprobación, que tal vez sea la secreta aspiración de muchas de los que se entregan al arte: escribo, decía García Márquez, para que me quieran más. Y Carlos Mesa a quien le sobraba cariño de conocidos y amigos y familiares, hacía lo indecible para seguir cosechando afectos que unas veces son silencio y otras, aplausos. Se confiesa mal estudiante porque su atención tenía sus propios planes y no eran dedicarse de forma continuada a ninguna actividad, pero compensaba con simpatía y con lo de ser buen niño, y al final, y a pesar de repetir alguna vez fue sacando los cursos, y hasta le pudo el orgullo de hacer bachillerato cuando una profesora con el habitual desdén de estos casos, aconsejó que mejor hacía Formación Profesional. Para entonces, su carrera de chico simpático, alma de las fiestas, líder de los primos, imitador de los personajes de la época, ya iba dando pistas de que tenía en la interpretación una salida profesional que, aconsejado por su profesor Elías Domínguez en el instituto, lo llevó a llamar con quince años a la Real Escuela Superior de Arte Dramático de Madrid para tener información, aunque nunca llegó a inscribirse. Su desparpajo y su capacidad para implicar a la gente, le valió el respeto de la pandilla chunga de la clase cuando en un viaje de estudios vieron de qué manera se enrollaba guitarra en ristre, en el hotel con un montón de turistas alemanes a los que terminó poniendo a bailar una conga.
A Carlos Mesa se le ve la búsqueda de lo esencial en la mirada, más allá del histrionismo del que pueda hacer gala, más allá de la contención. En sus ojos viven todos los personajes que alguna vez ha hecho suyos, y de cada uno de ellos sale con otros matices en la forma en que enfrenta el mundo. Sabe sonreír con todos los registros posibles, pero siempre hay verdad en el fondo. Todavía se ve en el Fontán, en el puesto de flores que tenía su madre, cuando veía pasar a José Antonio Lobato, de Margen y a su paso parecía que una voz campanuda, la de alguno de los referentes de entonces, pronunciara: es un actor. Fue el propio Lobato el que le dijo un día aquello de «¿Tú no querías hacer teatro?», y se lo llevó a Margen, después de pasar por la sabia tutela de Javier Villanueva. Desde entonces la vida se ha ido encargando de mezclar ocupaciones, desde trabajar en Recursos Humanos durante unos meses, o ser acomodador en el Teatro Alcalá en Madrid. Premios, reconocimientos, trabajos interesantes, también decepciones. Todos los días piensa en iniciar mil cosas diferentes y algunas incluso las hace, en establecer rutinas, en vivir otras mil vidas, siempre en busca de la parte de sí mismo que aún permanece en lo más recóndito, en el hueco en el que se curan despacito las heridas: con sus chicas, con amor y con aplausos.
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