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LAURA CASTAÑÓN
Domingo, 4 de julio 2021, 00:40
Sin que sea posible determinar en qué rasgo de su cara se ubica exactamente, o a través de qué gesto se manifiesta, es inevitable percibir lo que hace de Carlos García Ochoa una de esas personas cuya presencia eleva sin remedio el ánimo de quienes ... le tratan.
Tal vez habría que remitirse a aquellos años que, de los siete a los trece, lo llevaron desde el Gijón húmedo y gris al Cádiz luminoso y risueño, que rubricaron también su convicción por sin dejar de ser gijonés a ultranza, convertirse en ciudadano de todas partes. Pero no sería exacto. Carlos García Ochoa siempre ha sido así: los benéficos efluvios que marcan la cosecha gijonesa de 1953, cuando vino al mundo, y sobre todo un carácter forjado en la curiosidad constante, y en el optimismo le han dotado siempre de esa mirada para asomarse al mundo y hacerse con todo lo que le haga crecer. Con todo lo que le haga mejor.
A él se debe que muchos gijoneses oyéramos hablar por primera vez de la especialidad de Andrología. A él y a esa curiosidad innata que le llevó a especializarse durante el ejercicio de la Urología cuando se encontró con la primera pareja que asumía la posibilidad de que sus dificultades para el embarazo pudieran deberse no solo a la mujer. Era 1986 y lo de los recientes niños probeta aún parecía ciencia ficción . Carlos García Ochoa, por esa tendencia suya de abrazar proyectos y conocimientos, dedicó desde entonces sus vacaciones a la formación en las técnicas más novedosas de reproducción asistida y a crear Cefiva con un equipo multidisciplinar, uno de los primeros centros dedicados a combatir las dificultades para conseguir embarazos. Ahora se cuentan por miles los niños que han llegado al mundo en Asturias con la ayuda de la ciencia, y nuestro primer gijonés probeta ya ha cumplido treinta años.
En ese tiempo a Carlos García Ochoa se le ha ido tiñendo de gris el pelo, peinado siempre hacia atrás, rematado siempre en rizos que subrayan el espíritu aventurero y juguetón que duerme a la sombra de la seriedad de su trabajo. También el bigote ha ido abandonando progresivamente, pero sin prisa, la oscuridad intensa de entonces, a lo mejor porque ir sumando cumpleaños supone que los matices también invaden el blanco y negro de las certezas, aunque los principios siempre resulten inamovibles. No han conseguido cambiar los años, sin embargo, el brillo de la mirada de quien se emociona ante el milagro, de quien siempre está a punto de hacer un descubrimiento, de comenzar una aventura, de pelear por una idea. Ni la risa, tan presurosa para manifestarse en su totalidad, inequívoca y abierta, compatible, no obstante, con esa parcela que reserva para la ironía inteligente.
Aún mantiene la misma pasión por conocer, por aprender. Y si a los diecisiete años tocaba la guitarra en aquel grupo musical (Viejo folk, con una jovencísima Blanca Cañedo como cantante), ahora investiga y aprende los secretos de la bossa nova, que le apasiona, y juega al golf por placer y también para cristalizar el compromiso: el ProAm Benéfico Tete-Mozambique que organiza para conseguir dinero para proyectos solidarios (becas infantiles y especialmente destinadas a la educación de las niñas que les permita huir del destino terrible que las acecha). Y disfruta de sus nietos. Y mantiene un envidiable sentido del humor que es fácil leer en su rostro, el de quien sabe dónde está: con una excomunión latae sententiae, común a todos los que, lo que son las cosas, batallan por la vida, y enfrente siempre de los tiquismiquis que desde variados púlpitos de distintos colores proclaman su intransigencia. Y sigue advirtiendo del problema de la incorporación tardía a la maternidad y de la peligrosa curva demográfica, con inteligente e irónico sentido del humor.
Tal vez de ahí le viene ese aire en los gestos cuando habla que a una siempre le recuerda a uno de los componentes de Les Luthiers. Pero igual es por las inseparables pajaritas en su atuendo, que, sin embargo, y habrá que averiguar por qué, en esta foto echamos profundamente de menos.
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