Hay vocaciones que llegan por caminos tan inescrutables como los designios divinos. A Carlos Dávila, por ejemplo, que siguiera existiendo aquello de la OJE cuando era niño (había nacido en León, en 1967) le permitió descubrir la magia de la interpretación cuando caía la noche ... en los campamentos, y alrededor del fuego, ponían en escena pequeñas obras teatrales para el resto de los acampados, que sirvieron para inocular un veneno que pronto colonizaría todo su espíritu y, aunque entonces no fuera del todo consciente de ello, toda su vida.
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Por aquellos días, en ese tiempo de la infancia de pantalón corto y regaliz, a Carlos le gustaba ver obras de teatro en la tele, y asistía entusiasmado a las funciones de títeres, pero fue una representación a la que acudió en un teatro, lo que terminó por deslumbrarlo, por mostrarle, no solo la capacidad del espectáculo para transmitir emoción: también para convencerlo de que eso era lo que quería hacer.
Aún ahora, bastantes años más tarde, no puede evitar que el brillo de los ojos evocando aquel recuerdo se convierta en luz. Su rostro de adolescente eterno, la sonrisa que marca una curva perfecta, el pelo con tendencia a la rebeldía a pesar de la grisura que se extiende, el gesto de quien domina cada uno de los matices de la expresión, tiene huellas de todas las vidas que ha puesto en pie con su trabajo de actor, las vidas que ha vivido de forma tan episódica como intensa. No cree demasiado en esa mística de quienes afirman que actuar supone convertirse en otra persona y otorga mucho más crédito al trabajo de buscar en sí mismo, en el catálogo de todos aquellos rasgos que uno puede tener los que le sirvan para dar vida al personaje, por mucho que nada tenga que ver con uno mismo.
Afirma que todo lo que ha ido haciendo ha sido puro fluir, que una cosa fue llevando a otra, pero algo tiene que ver también la pasión del teatro presente siempre. El sentido práctico de su madre lo llevó a aprobar una oposición para el Principado de Asturias y cuando tenía veinte años se convirtió en el funcionario más joven. Había tenido que renunciar a su deseo de estudiar Geología y la independencia económica se convirtió en su principal aliada para poder seguir aquel camino del teatro. Por eso, ya instalado aquí, empezó a aprender de la mano de Etelvino Vázquez y ya no hubo posibilidad de parar. En 1996 formó junto con Laura Iglesia, la compañía Higiénico Papel Teatro y ahí siguen los dos, con una trayectoria respetada y aplaudida, con un hijo, Pablo Dávila, que es un auténtico fenómeno en el mundo de la danza, y con una solvencia y un reconocimiento de su talento para el montaje de obras y de espectáculos para todo tipo de públicos, saliendo adelante gracias a lo que él, bromeando, denomina un régimen de autoexplotación, puesto que no sobra ni una sola hora del día para todas las tareas que exige una compañía, donde lo mismo se conduce la furgoneta, que se produce una obra, que se gestiona toda la burocracia, se arregla un foco, se montan y desmontan decorados, se actúa, se hace promoción y se vive una vida, en definitiva, que es teatro.
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Gijonés desde hace ya muchos años, vive asomado al Cantábrico y no se cansa de repetir que, con todo, lo mejor de la profesión sigue siendo la posibilidad de disfrutar con los compañeros esa energía que proporciona el escenario, de compartir la profunda experiencia de las tablas, el poder del gesto, la profundidad del mensaje, la honda reflexión acerca del alma humana, que cabe en una iluminación, en una música, en un movimiento, en una voz, en un texto.
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