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LAURA CASTAÑÓN
Domingo, 20 de marzo 2022, 15:37
Hace algún tiempo Aurora Astudillo supo que la circunstancia que se había dado en su nacimiento la definía como una niña velada, o una niña enmantillada, porque aterrizó en este mundo, en Gijón, en 1950, tras atravesar el canal del parto sin abandonar la bolsa ... amniótica. Solo la decisión de la abuela, que jamás había visto nada parecido, la llevó a coger sus tijeras de costurera, cortar la membrana y saludar a la vida a una niña, la mayor de lo que luego serían siete hermanos, que traía consigo toda la curiosidad del mundo y toda la pasión por aprender.
Para que aquel bebé se convirtiera en esta científica que ahora mira a la cámara y permite que a través de sus ojos se extienda una marea de serenidad en franco contraste con la cantidad de ideas, de pensamientos, proyectos y memoria que la habita, tuvieron que enredarse unos acontecimientos con otros, pequeños detalles que movilizan decisiones. Así, una infancia con descampados y niños que, cosas de la época, hacían perrerías a bichos que para Aurora constituían la ocasión de comprobar los mecanismos biológicos más elementales y más seductores; también un libro ('Cuerpos y almas', de Maxence van der Meersch ), y hasta la fascinación suscitada por la decisión de estudiar medicina de uno de sus compañeros del grupo de scouts y de montaña Torreblanca al que pertenecía.
En ese esbozo de sonrisa hay un pasadizo secreto que conduce al interior de la memoria. En la de Aurora Astudillo se acumulan, apretadas, sensaciones y momentos, el frío de Valladolid durante la carrera, las horas interminables de hincar los codos y su necesidad de aprobar todos los cursos y mantener la beca, las cartas escritas a diario a los amigos y a la familia, las horas con los scouts vallisoletanos por la nostalgia de los de aquí, el tiempo que se diluía sin darse cuenta escrutando a través de la lente de un microscopio, descubriendo la belleza de los tejidos, el milagro del parénquima y el estroma, ese prodigio de células, las cicatrices y su vida secreta que solo se muestra a los ojos de los que como Aurora están dispuestos a entender, a conocer, a indagar, a maravillarse viendo en detalle el modo en que se van formando los tejidos fetales, su extraordinaria plasticidad. Y a entender que, como le dijo un profesor, la Anatomía Patológica exige tres horas diarias de estudio. De por vida.
Esa apariencia de serenidad que emana del rostro de Aurora contrasta con la actividad incansable, con el currículum heterogéneo de una persona que ha pasado toda su vida profesional interesándose por todo, tratando de conocerlo todo, siempre en función de las necesidades de sus pacientes, analizando y estudiando cada tumor en cualquier órgano, los secretos histológicos que albergaban fueran de la naturaleza que fueran, para finalmente especializarse en el sistema nervioso, porque podía ser más útil y para ello viajó primero a los Estados Unidos y después a Escocia, aprendiendo siempre.
Aurora Astudillo dirige y cuida el Biobanco del Principado, un establecimiento en el que se guardan tejidos para investigar o para permitir ampliar diagnósticos. Su dedicación gira en torno a ese proyecto que le entusiasma: tumores, ADN, cerebros, plasma y células, y la curiosidad, la necesidad de conocer, de seguir emocionándose con cada descubrimiento mientras pelea con la burocracia. Ni siquiera las dificultades arruinan su ilusión: por la ciencia, por su casa en el campo donde se refugia y el monte que sigue siendo la memoria de la felicidad de aquella cordada de tres intrépidas escaladoras, por su nieto Pedro a cuyo nacimiento en Nueva York acudió recientemente, y que tal vez sea él, esa vida que palpita y en la que se resume todo el conocimiento de tanto tiempo, quien consiga que esa laboriosidad imparable, inasequible a los años que se cumplen como si no existieran, se detenga, al menos a temporadas, para disfrutar de otra mirada en la que verse, otra mirada en la que estremecerse y en la que por fin descubra el secreto definitivo de la existencia.
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