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LAURA CASTAÑÓN
Domingo, 3 de diciembre 2023, 00:22
A nadie, cuando Antonio Bahamonde llegó al mundo en Gijón, en 1957, se le habría ocurrido que aquel niño iba a terminar dominando lo que por entonces parecía el futuro más improbable, cosa de la ciencia ficción, de películas y de tebeos. Y sin embargo, ... en lo más recóndito de su cerebro seguramente ya latía una inquietud numérica que sólo necesitaba el estímulo externo necesario para que adquiriera la importante dimensión que luego lo convertiría en quien ahora es.
Antonio Bahamonde tuvo una infancia de juegos de barrio, concretamente en las Mil Quinientas, en Pumarín, recién inauguradas por entonces y que se iban poblando a medida que iban consiguiéndose mejoras en su urbanización. Y en sus horas de colegio, y después de instituto, en el de Roces primero y en el Jovellanos después, encontró la complicidad de profesores que, unos mejor que otros supieron también suscitarle el placer por el conocimiento. Siempre estuvo plenamente convencido de la importancia de estudiar, tal vez porque en casa tenía el ejemplo de su madre, que había estudiado el bachiller superior aunque para su época no era lo más frecuente. Así que no fue raro que llegado el momento tomara la decisión de estudiar la carrera de Matemáticas -que ya se llamaba así entonces aunque aún se la siguió llamando durante mucho tiempo Ciencias Exactas-, que parecía siempre reservada a aquellos cerebros privilegiados, capaces de lidiar con el abstruso y abstracto mundo de los inaprensibles números, fórmulas, matrices, factores y, en definitiva, misterios de difícil comprensión.
Antonio Bahamonde conserva en la mirada una tranquilidad probablemente de siempre. Esa sensación de quien considera normal y hasta aburrido lo que le pasa, y que duda mucho de que para el común de los mortales, más allá del ámbito reducido de la investigación, su trabajo tenga más interés que el puramente epidérmico. En los ojos guarda la memoria de los años en la Universidad de Santiago, aquella ciudad en la que siempre llovía y la humedad se adueñaba de todo. Y en ese clima, sin embargo, o tal vez por ello, la pasión por el álgebra y el descubrimiento de las posibilidades de la computación lo convirtieron en el catedrático que ha llegado a ser. En el investigador que disfruta navegando en océanos procelosos de datos, y resuelve problemas lejos de aquellos de los trenes que salían desde dos ciudades a velocidades distintas y que ocupaban las páginas de sus libretas de papel cuadriculado. Esos problemas se concretaron en otros: los que tienen que ver con el modelado de las preferencias de consumidores o usuarios. En definitiva, en generar un orden y aplicarlo a campos tan aparentemente cotidianos como la ganadería, la alimentación, la sanidad o la bioinformática.
También disfruta en la docencia, como profesor en el área de Ciencias de la Computación e Inteligencia Artificial de la Universidad de Oviedo. Y en la gestión, en la que se desenvuelve con eficacia. Prueba de ello son los numerosos cargos que ha ocupado. Entre otros, director del Centro de Inteligencia Artificial de la Universidad de Oviedo desde 1986, presidente de la Asociación Española para la Inteligencia Artificial (AEPIA) desde 2007 hasta 2013, secretario del Comité Científico del ECSC (European Centre Soft Computing) desde 2010 hasta 2013, coordinador de la ANEP del área de Informática y también presidente, hasta septiembre de 2020, de la Sociedad Científica Informática de España (SCIE). A ello suma premios, ponencias para especialistas y charlas en las que intenta acercar al público general a ese mundo tan seductor como desconocido de la Inteligencia Artificial, periodos en universidades extranjeras y una curiosidad permanente.
Antonio Bahamonde, que también escucha música y le gusta leer y hasta cocinar, es el hombre de apariencia tranquila, de barba gris y aspecto sosegado, con una mezcla de timidez y discreción. Como si más allá de lo cotidiano, al otro lado de una frente en la que el tiempo va dibujando su huella inaplazable, bullera un universo de símbolos y cifras, de bits y de algoritmos, de redes neuronales y patrones, que el niño que jugaba en las Mil Quinientas maneja sin temores apocalípticos y con la certeza de que ningún peligro entraña la Inteligencia Artificial. Si acaso, como todo, el problema está en el poder económico en que se inscribe.
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