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LAURA CASTAÑÓN
Domingo, 26 de febrero 2023, 01:23
Hay vocaciones religiosas que le llegan a uno cuando se cae de un caballo, o cuando tiene algún tipo de revelación. Y luego hay otras que parecen haber estado ahí siempre. Andrés Fernández no recuerda que hubiera un solo momento en su vida en el ... que la firme decisión de convertirse en sacerdote no estuviera presente en su pensamiento. Y tampoco fue porque en su familia hubiera una propensión excesiva: sus padres, trabajadores y de práctica religiosa normal, vieron cómo desde muy pequeño aquel niño, el mayor de sus tres hijos, que había nacido en 1973 en Pola de Siero, parecía tener ya muy claro cuál era el sentido de su vida.
Cercano al medio siglo, el rostro de Andrés Fernández guarda la afabilidad presente en cada uno de sus actos, en cada decisión. Tal vez en las cejas contundentes, la mirada que explora profundidades a través de los ojos oscuros, y ese gesto de seriedad, tan proclive a transformarse en una sonrisa que desmiente toda la solemnidad que podría proclamar el alzacuellos que solo se pone en determinadas circunstancias.
En esa geografía de levísimos accidentes aún, se mezcla en una combinación que los años y la superación personal han convertido en equilibrada. Los momentos malos de la infancia, la dislexia contra la que tuvo que pelear hasta dejarla atrás, y con ella el bullying en el colegio que, a pesar de todo, no consiguió ensombrecer los días felices de jugar en la calle. De forma que ahora es ese recuerdo el que se impone: el de una familia cariñosa, el de unos años de juegos y de continua presencia en la parroquia ejerciendo de monaguillo, siempre próximo a aquello que sabía su vocación desde siempre, de los años de Seminario, apenas adolescente, de la firme decisión contra la que nada pudo hacer ninguno de los obstáculos, ninguna de las dudas.
Andrés Fernández ha sido cura rural y ha conocido las dificultades de ejercer su sacerdocio abarcando territorio, desplazándose de un lado a otro, como parece ser el signo de los tiempos para la mayoría.
También estuvo, entre otras, en Pravia, y en Oviedo, en la parroquia de San Lázaro. En todas partes dejó una memoria de afecto y de gratitud, tal vez por eso que preside permanentemente su conducta: estar sin que se note, no pretender nunca ser la guinda del pastel, sino uno de los ingredientes que necesita del conjunto para cumplir su función. Todo ese tiempo le sirvió también para obtener su licenciatura en Derecho Canónico y actualmente, y confiesa que más bien despacio, trabajar en su tesis doctoral que aborda aspectos patrimoniales en su relación con el Derecho.
Venir a Gijón asustaba un poco porque era consciente de la enorme implicación social y el respeto ganado por muchos de los sacerdotes que han venido cumpliendo su misión en la ciudad. Pero aquí está, feliz con sus parroquias de Viesques y de la Asunción, de composición sociológica distinta, lo que le permite conocer el tejido humano de Gijón, que considera que es su labor fundamental: acompañar a la gente, estar para lo que sea necesario, sin imponer su presencia, cercano y dispuesto.
Ese principio es el que dirige también su nueva responsabilidad como capellán del Sporting de Gijón, sustituyendo al inolvidable Fernando Fueyo y su espíritu inquebrantablemente sportinguista. Quiere estar cerca de todo aquel que lo necesite, tanto si hay que celebrar triunfos como gestionar fracasos. Y no va a opinar sobre decisiones deportivas, que sabe que hay técnicos que tienen esa función y que lo harán muy bien. Él seguirá estando, sin necesidad de hacerse notar, pero atento siempre a la pasión que supone el Sporting en Gijón, de la que ya era consciente en cuanto llegó, porque los días que hay partido la misa se le llena de feligreses con camiseta y con bufanda rojiblanca.
Tal vez nunca vio un futuro de proximidad con el fútbol cuando de niño jugaba de portero. Pero, aunque él no se acuerda, su padre guardaba como un recuerdo imborrable sus palabras el mismo día de la Primera Comunión, cuando de su mano le dijo por primera vez que él iba a ser sacerdote.
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