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LAURA CASTAÑÓN
Domingo, 14 de noviembre 2021, 01:12
Cuando Andrés Capellán participaba en los Campeonatos Escolares de Atletismo en Gijón, su nombre ya empezó a hacerse tan habitual como temible: Todos los participantes sabían que los puestos de cabeza en cualquier modalidad del atletismo iban a estar protagonizados por él, aquel niño con ... especial capacidad para aliarse con el aire y obtener las mejores marcas, para llegar más lejos, y más rápido y más alto.
Nada sin embargo indicaba en el momento en que sus ojos atisbaron el mundo por vez primera, en Gijón, en junio de 1985, que sus padres, más que un bebé, habían tenido un atleta. Y aunque la afición del padre al automovilismo y los coches le influyó en sus propios gustos como espectador, no fueron por ahí los tiros en lo que a la práctica se refiere. Andrés era veloz, era ágil y pronto destacó en el colegio y en cuanta actividad física participaba.
Hay algo de esa celeridad, de esa prontitud a la hora de reaccionar, en algún rasgo indefinible de su cara, pero queda oculto, tal vez porque los años han impuesto la serenidad, una tranquilidad que se manifiesta en la pausa que le imprime a sus gestos. Aun así quedan reminiscencias de esa condición de niño espectacularmente dotado para el salto y para la carrera, como si en cualquier momento se asomara desde tan atrás en el tiempo a esos ojos que, sin embargo, hablan de otros ritmos, de otros sosiegos.
Andrés Capellán habla con la sencillez de quien jamás ha alardeado de esos éxitos, que tantas veces han pasado desapercibidos, porque el atletismo no es el fútbol de galaxias ni siquiera de multitudes y bufandas. Pero en esa discreción habita la precisión de las medidas, la dimensión exacta del tiempo. Esa armonía de sus rasgos, la corrección de todos ellos, la calma que transmite, es el resultado de una victoria: la conseguida a fuerza de domesticar los nervios, de ser capaz de tomar las riendas de la decisión.
Nadie sabe nunca en qué esquina de la vida se detiene el azar y cambia el rumbo de lo que somos. A Andrés Capellán seguramente le llegó la pasión por el atletismo, por los saltos en los que se convirtió en campeón, cuando de muy pequeño, jugaba con sus padres en el parque, influenciado por la adrenalina de las contrarreloj de Induráin, a que cronometraran sus carreras corriendo. O tal vez todo surgió de una frase repetida acerca de lo bien que se le daba a aquel niño el atletismo. Pero el caso es que no paró. Que iba al conservatorio, que hacía natación, que jugaba a fútbol, que era un muy buen estudiante, y el atletismo, con sus modalidades, estaba ahí. Y cuando hubo que elegir, como había actividades irrenunciables que llevaban su tiempo, se inclinó por aquello que parecía exigirle menos dedicación. Y fue como si le crecieran las alas en los pies y lo fueran haciendo progresivamente, convirtiéndolo en una figura relevante en el panorama, primero escolar, después regional y finalmente nacional con participación en campeonatos internacionales. La secuencia de aproximación, rebote, paso y salto se le incrustó en el cerebro como si formara parte de las fases de la respiración, los cálculos matemáticos de precisión milimétrica para conseguir una marca, se hicieron cómplices de las asignaturas de la carrera de ingeniero industrial que se superaban con la misma decisión. Vinieron los récords, los podios, las medallas. Vinieron también las lesiones, el dolor, los quirófanos, la incertidumbre.
En la forma de mirar de Andrés Capellán se oculta el gran secreto que le confiere ese aire de quien conoce el misterio del tiempo, el enigma de la percepción. En el gesto dominado por la aparente imperturbabilidad vive oculta la certeza de quien conoce el modo en que un solo segundo puede extenderse en una eternidad que permite ser consciente hasta de los detalles más insignificantes. Y todo ello mientras los pies se elevan del suelo y, por un instante, volar parece ser la única existencia posible.
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