Hay una historia de sacrificios compartidos que diseña la personalidad de quien luego coleccionará triunfos y hazañas. Y esa historia, que comenzó con su nacimiento, en Gijón, en 1979, la escribió Ana Villanueva de la mano de sus padres, corriendo de un lado a otro ... para encajar el conservatorio, el patinaje, el inglés, las clases, y sobre todo el deporte y particularmente la natación. Porque Ana, desde muy pequeña descubrió que en el agua se convertía en mitad niña mitad pez, y nadar era no solo la más feliz de cuantas actividades realizaba: también encontraba en ese equilibrio entre el volumen del agua y la fragilidad de su cuerpo de niña, la razón de ser, su lugar en el mundo. Y no importó que para ello su infancia se viera compartimentada por horarios imposibles, y que las seis de la mañana fuera la hora de estar en pie y dispuesta a nadar durante un par de horas de entrenamiento antes de ir al colegio en el Evaristo Valle donde sus padres eran profesores. Ni siquiera que las competiciones en fin de semana redujeran considerablemente ese otro placer: Cabrales y la casa de los abuelos, el paisaje único que también alimentó en ella la pasión de la montaña.
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Dotada de una capacidad de resistencia que se adivina sin ningún tipo de duda en la decisión y la seguridad con que mira y con que habla, siempre se sintió cómoda nadando en pruebas de distancias largas. Tanto que no tardaron en sugerirle que probara lo de la natación en aguas abiertas con todo lo que ello supone. Y entonces descubrió que el mar era mucho más que la playa en verano, la arena y los juegos, que el mar era sentirse libre, establecer un idilio con la inmensidad.
Hay palabras como reto, desafío o aventura que constituyen el vocabulario ineludible en la vida de Ana Villanueva y jalonan toda su trayectoria de éxitos y de permanente duelo consigo misma y con el mar. Hay decisiones que se han convertido en una forma de vivir: la necesidad de hacer tantas cosas, de vivir tanto, de sacarle a la existencia todo lo que cabe en cada uno de los minutos. Y a sus triunfos deportivos también hay que sumar su fantástico currículo de estudiante y de profesional: licenciada en Ciencias Químicas y en Ingeniería Industrial, que ejerce con brillantez mientras hace equilibrios para abarcar todo. Y su pasión desbordada por tantas cosas, la eterna batalla contra el tiempo para poder hacer todo lo que le gusta: jugadora de rugby hasta que una lesión la obligó a retirarse, corre, le gusta el montañismo, practica mil deportes, últimamente también juega a pelota vasca, y aún saca tiempo para leer, y para disfrutar de sus sobrinos que ven en ella a una heroína capaz de las mayores hazañas.
Su vida está indisolublemente unida a la superación, y a enfrentarse al más difícil todavía, a las travesías internacionales míticas como la fuga a nado desde Alcatraz en la que acabó segunda, pruebas con neopreno o sin él, de noche o de día, distancias increíbles, tiburones, aguas muy cálidas o muy frías, los cuarenta y ocho kilómetros rodeando la isla de Manhattan, ríos y canales, preparaciones exhaustivas para abordar las aventuras que ella parece convertir en sencillos paseos con la fuerza de sus brazos imperturbables, de esa comunión imprescindible con los océanos. Pero nada de ello la aleja de la realidad indiscutible: el mar exige un respeto, jamás hay que nadar sola, el apoyo es imprescindible y las locuras temerarias no salen bien.
También que para seguir disfrutando de esa pasión, no puede perder de vista a la adolescente que hizo del Grupo Covadonga su casa para compatibilizar las horas de estudio con los entrenamientos, a la niña que nadaba de madrugada y soñaba con el bocadillo que le aguardaba cuando terminara, justo antes de que la jornada que para todos los escolares comenzaba, para ella ya fuera la continuación de un punto seguido.
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