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Cuando Adela Gabarri piensa en su infancia, siempre le viene a la memoria el frío, el bloque de hielo en que se había convertido el agua en la fuente a la que había que ir porque la casa carecía de agua corriente. En Las Ventas, ... el barrio de León en el que nació en 1954 las cosas no eran fáciles y si eras gitana las dificultades se multiplicaban. Aun así, solo cuando empezó a ser consciente, (y eso fue muy pronto) de los obstáculos que traía consigo haber nacido gitana, a la necesidad se unió la conciencia, y con ella, la rebeldía. Y con ella, la decisión firme.
Una vida de batalla, de ir superando una a una las limitaciones, de enfrentarse muchas veces al lado más feo de la existencia, no ha conseguido, sin embargo, apagar en la mirada de Adela Gabarri la ilusión de la niña que años más tarde conseguiría alcanzar el sueño de aprender. Y los días de intentar entrar en el colegio donde no le permitían estar porque no estaba matriculada y a sus padres eso de aprender a leer y escribir no les parecía particularmente importante, de no poder hacer la primera comunión porque se le negó el acceso, de quedarse siempre en el lado de afuera, detrás de la valla, imaginando las cosas que podría estar aprendiendo, hicieron de ella la mujer decidida, valiente y fuerte que es ahora.
No es fácil ser niña cuando te casan con trece años y nadie tiene en cuenta tu opinión, porque tu opinión ni siquiera debería existir. Recuerda que la tarde en que su prima le dijo que tenían que ir a la casa de su tío, y que dijera que sí a lo que le preguntaran, se encontró con que estaban celebrando con vino su pedimiento, y ella, con la obediencia debida a los mayores, aceptó lo que le dijeron y se marchó a jugar con los cromos con sus amigas, sin ser del todo consciente de que su vida de casada, empezaba en aquel momento. Tampoco la familia de su marido se tomó muy a bien que ella quisiera aprender a leer, que total para qué, pero supo encontrar las vueltas, confabularse con una monja y solapar el aprendizaje de la lectura y la escritura, con las clases de cocina que, eso sí, les parecían más asumibles.
Adela Gabarri llegó con su marido a Gijón hace ya más de cuarenta años con menos de treinta, varios hijos y con la mirada puesta en una vida mejor, y un equipaje en el que se incluían las enseñanzas de su sabia abuela Rosario, que sería referencia para siempre: la que le enseñó que de su pueblo tenía que quedarse con todas aquellos principios que servían para vivir en paz y en armonía: el respeto a los mayores, los cuidados, la disposición a ayudar a quien lo necesitara, la convivencia y la solidaridad. Y no ha dejado de ponerlo en práctica ni un solo día, a pesar de que ha tenido que pasar por momentos difíciles, por incomprensión y situaciones de marginación injusta, por el dolor inmedible de perder con diez años a uno de sus hijos por una leucemia, después de haber pasado la muerte de una hija pequeñita cuando todavía vivían en León. Y las alegrías, la de su Graduado Escolar, la de los estudios universitarios de sus nietas.
Los ojos de Adela saben de lágrimas, pero saben también de lucha, de convicciones fuertes, de trabajo por su pueblo, por la integración, por su historia. En 1988, cuando se empeñó en crear la Asociación Gitana y se dejó la piel en el proyecto, tuvo que conformarse con que fuera su marido (un hombre, claro) el que ejerciera la presidencia en los primeros años. Ahora ya no. Por el camino se encontró con mujeres a las que no se cansa de mostrar su gratitud (María José Capellín, Dulce Gallego…) que le dieron las alas que necesitaba para volar por sí misma, para ser ella, Adela Gabarri, la niña que habría querido llamarse como su abuela Rosario, porque ella le dio las raíces, pero que ha conseguido que el árbol frondoso de su existencia extienda sus ramas al cielo infinito donde cabe todo, donde caben todos.
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