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Con Araceli, la del Bar Ronchel: Rambal, en una foto inédita que forma parte del archivo de la Asociación de Vecinos Gigia de Cimadevilla. En ella aparece abrazando a Araceli, 'la de Ronchel', ya fallecida y muy conocida en el barrio por regentar un bar, el Ronchel, al que el transformista acudía a diario con el desparpajo y socarronería que le caracterizaban
El último secreto de Rambal

El último secreto de Rambal

«Quien lo mató colocó el cadáver sobre ropa para hacer una pira y quemarlo, pero los bomberos llegaron antes», recuerda el forense Carlos Montero

OLAYA SUÁREZ

Domingo, 17 de abril 2016, 01:59

A Rambal el único que no le quería era el que lo mató. «Voy llamate lo que no te llamaron nunca: mujer honrá». Alberto Alonso Blanco, el fíu de 'Concha la guapa', tiraba de socarronería cada vez que alguna de sus vecinas bromeaba con él por una condición sexual que no ocultaba. Era la época en la que las consideradas desviaciones se escondían bajo cuatro llaves en una Bajovilla aún marcada por la dictadura y en la que las formas estipuladas como correctas se exageraban hasta la mueca en las boites y en el parque Japonés.

Pero a Rambal la vida le situó en Cimavilla, donde lo que se consideraba pecado era justo lo contrario: aparentar ser quien no se era. Murió cinco meses después que Franco. Lo cosieron a puñaladas en su casa de la plaza de les Monjes, hoy Arturo Arias, la madrugada del 19 de abril de 1976. El asesino quemó la vivienda antes de huir en un intento por borrar sus evidencias. Logró que no le identificasen, pero no consiguió borrar la historia de uno de los personajes más queridos y singulares del barrio alto.

Cantaba por Marifé de Triana y guiñaba el ojo a los «morenitos», como él decía, que acudían a ver su espectáculo en alguno de los garitos que lo contrataban para desplegar su arte. Que era mucho. Nunca saludaba a nadie que no fuera del barrio sin antes ser saludado. No quería poner a nadie en un compromiso. Y más si ese alguien iba acompañado de su señora.

Fue precisamente su discreción la que contribuyó a que la investigación no diera frutos. Pese a su carácter extrovertido, pocos sabían con quién compartía cama. Eso, y que las técnicas de análisis de restos biológicos no eran las de ahora. Se cumplen 40 años de aquel sonado asesinato que ha quedado impune.

Pocas cosas han conseguido hacer callar a lo largo de la historia a las pescaderas de Cimavilla. Pero la muerte de Rambalín, a los 47 años, las hizo enmudecer. Y llorar. En el lavaderu al que a diario acudía el transformista para tener su ropa como una patena el vacío que dejó fue inmenso. «Era la alegría del barrio. Cuando lo veíamos llegar ya estaba con las bromas desde lejos, era la madre que lu parió. Vivió siempre como quiso vivir y sin rendir cuentas a nadie, yo creo que era feliz a su manera, que al final es lo que cuenta...», comenta Mari 'la Chata', una de las pocas vecinas históricas del barrio que recuerda la figura del singular personaje.

Veinte años no son nada. Pero cuarenta son muchos. El tiempo desdibuja la memoria individual, pero asienta los pilares de la historia. En este caso, el transcurso de las décadas ha contribuido a envolver el crimen de un aura novelesca en la que caben todo tipo de hipótesis: personas influyentes que entorpecieron las pesquisas policiales, maniobras de políticos para ocultar un asesinato que les podría salpicar e intentos por tapar un asunto que afectaba directamente al mundo del transformismo que muchos respetables negaban frecuentar.

Lo cierto es que durante muchos años la Policía Nacional intentó en vano avanzar en la investigación sin éxito. El fuego provocado por el asesino se llevó por delante las pruebas. Fue el humo que salía de la vivienda de Rambal -derribada años después- lo que alertó al vecindario. Cuando los bomberos entraron para sofocar las llamas se encontraron el cadáver en la habitación y el grifo del lavabo abierto.

Apuñalado con un estilete

«Lo mataron con un estilete, un arma muy utilizada por los delincuentes en aquella época. Le acuchillaron y luego el autor colocó el cuerpo inclinado en la cama, con los pies fuera sobre un montón de ropa para hacer una pira y que las llamas prendiesen y carbonizasen el cadáver», rememora Carlos Montero, el médico forense que hace cuarenta años practicó la autopsia al cadáver de Rambal.

«Lo mataron sin que se pudiera mover, no presentaba ningún signo de haber intentado defenderse. Eso significa que el asesino debía de ser alguien mucho más corpulento que la víctima para imposibilitarle la movilidad y la defensa», explica Montero. El cuerpo presentaba las piernas quemadas, pero el resto del cuerpo no resultó afectado por las llamas.

Este facultativo, jubilado en 2007 y que llegó a ser jefe de Patología Forenses del Instituto de Medicina Legal de Asturias, considera que las técnicas actuales habrían arrojado luz a un caso que pese a los esfuerzos no logró resolver y ha quedado en la estantería de casos pendientes. «Es muy difícil que pasado tanto tiempo se pueda esclarecer», considera el forense.

Una discusión previa

Las pesquisas iniciales se centraron en identificar a un hombre con el que varios testigos lo habían visto discutir horas antes en un establecimiento de Cimadevilla. Como hacía habitualmente, Rambal había pasado la noche de bar en bar. Charlando con los muchos conocidos que se encontraba a su paso. Las personas que compartieron mesa y copa con él aquel día no recuerdan nada llamativo en su comportamiento jovial, pero sí que un testigo señaló como posible sospechoso a un joven de mediana edad y complexión delgada que en un momento determinado se acercó a la víctima para mantener una breve discusión de la que no trascendió el contenido.

Poco después de las dos de la mañana Rambal se despidió de sus compañeros de nocturnidad y fatigas y se fue a casa. Nada se sabe de la persona que acudió a la vivienda y acabó matándolo. Conocía a su asesino. La puerta no estaba forzada y dentro de la vivienda no había signo alguno de robo ni batalla.

«Si yo hablase acababa con medio Gijón», solía bromear un paradójico Rambalín, histriónico de puertas para fuera pero extremadamente reservado para su vida íntima. Nunca habló de sus secretos de alcoba y acabó por llevarse a la tumba el nombre de su asesino. De tanto callar, calló para siempre.

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