Corina Faes Villaverde, rodeada de sus hijos Carlos, Armando y Corina Orbón Faes, en Begoña.

La sinfonía familiar de Corina Faes

Nació en Santiago de Cuba, conoció la calle Corrida dividida por «la acera de la alpargata y la de los señoritos» y sigue sin perdonar su cerveza diaria en el Bariloche

ADRIÁN AUSÍN

Domingo, 12 de abril 2015, 00:47

Es sobrina bisnieta de Acisclo Fernández Vallín, gijonés ilustre en sus facetas de científico, matemático, promotor de la Escuela de Artes y Oficios de Gijón, así como de centros educativos por toda España, y benefactor. Es viuda de Carlos Orbón, quien fuera teniente alcalde del Ayuntamiento de Gijón y hermano del afamado compositor Julián Orbón. Y, por tanto, madre del guitarrista internacional Armando Orbón, además de Carlos y Corina; esos tres hijos que constituyen su gran bastión. A sus 94 vigorosos años, Corina Faes Villaverde sigue siendo el nexo de unión de dos familias, una gijonesa y otra avilesina, ambas con lazos cubanos, que figuran en los libros de historia por un largo rosario de méritos enfocados, sobre todo, al mundo de la cultura, la enseñanza y la empresa.

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Corina vive, desde hace muchos años, precisamente, en la calle Fernández Vallín. Pero su intensa historia vital comenzó en Santiago de Cuba, en una hacienda infinita de caña de azúcar llamada Jagua de Saltadero, donde vino al mundo el 8 de noviembre de 1920. Sus padres, Álvaro y Enriqueta, habían partido de Asturias a la isla cubana recién casados para asumir la gestión de aquel terruño familiar, fruto de emigraciones pretéritas, donde tuvieron seis hijos. Allí vivió Corina sus primeros años, de los que guarda singulares recuerdos. El de su niñera Rosaura, los paseos a caballo de su madre, «en los que nunca acabó de conocer toda la finca», o aquel terrible robo que sufrieron cuando unos ladrones se llevaron todas las joyas tras amenazar a la familia. Corina no olvida el sonido de sus machetes rozando el enrejado de las ventanas para atemorizarlos ni la reacción al verlos entrar a su habitación. «Estaba en la cama y me tapé entera. Luego mi padre y mis hermanos los persiguieron a caballo y acabó habiendo un juicio». Estos son sus recuerdos cubanos, junto a una fotografía que le tomaron con una gran culebra en brazos y otra con su padre conduciendo aquella 'catampla' descapotada con todos sus hijos a bordo.

El crac del 29

Entonces llegó el crac del 29, la ruina del negocio de la caña de azúcar y, con el cabeza de familia muy enfermo, embarcaron en La Habana en el transoceánico Alfonso XIII para regresar a Asturias. Desembarcaron en El Musel y se instalaron en Arenas (Siero). Pocos meses después fallece don Álvaro y Enriqueta se traslada con sus seis hijos a la casa de sus padres, en la calle Fernández Vallín. «Entonces pasamos a ser los cubanitos», rememora Corina, con sus gestos enérgicos y su sonrisa pícara. «Los cubanitos», repite, aunque enseguida fue borrando de su vocabulario y de su acento todo rastro de sus primeros nueve años de vida. De su adolescencia, Corina rememora aquella gamberrada de un tal Vallina, en los Jesuitas, que bloqueó con cadenas la puerta del colegio impidiendo el paso de todo el profesorado. Y de la Guerra Civil, «el sonido de las sirenas» tras el cual bajaban todos al refugio, la Iglesiona andamiada para derribar el Cristo, que una vez hecho pedazos en la calle «impedía el paso del tranvía» o «cuando íbamos a la aldea a comprar comida». La familia Faes tuvo a un hijo escondido para que no fuera reclutado, la contienda acabó y Gijón se adentró en los años 40 con una fisonomía que, a ojos de Corina, no difiere en lo sustancial de la actual. La razón es sencilla. La ciudad que ella abarca iba y va desde Begoña hasta San Pedro y el Muelle, con especial atención a una calle Corrida donde recuerda una división social de las aceras: «Una era la de la alpargata y otra la de los señoritos». En aquel Gijón donde «alquilaban las sillas de las terrazas a perrona», Corina Faes se hizo mujer. Estudió Magisterio en Oviedo e inició a continuación una ajetreada vida como maestra. Para llegar a su primer destino, un pueblo de alta montaña de Navia, los lunes cogía el ALSA, luego un caballo y, para superar la última pendiente, iba a pie agarrada a su cola. Tras un estancia en Villaviciosa, logró el traslado a Gijón, donde trabajó en el colegio de Monteana hasta que, con su matrimonio, en 1948, decidió dedicarse a sus hijos.

Él era abogado, teniente de alcalde «y muy guapo». Corina le echó el ojo en la calle Corrida y ella «tampoco estaba nada mal», presume. Así que enseguida hubo boda. Carlos Orbón se embarcó en un ambicioso negocio en Palencia, donde montó una moderna fábrica conservera. El matrimonio inició allí su andadura y tuvo sus dos primeros hijos: Corina y Carlos. Pero en aquella España de posguerra, sin recursos, la aventura empresarial fracasó. De regreso a Gijón, en 1951, Carlos sería primero bibliotecario de la Universidad Laboral y desde 1966 director de la Mutualidad Laboral Siderometalúrgica de Asturias y León (embrión de la Seguridad Social).

La guitarra de Armando

La familia se instaló unos años en Villa María de las Nieves, una gran finca de Somió, colindante con el actual Club de Tenis, perteneciente a los herederos de Fernández Vallín, quien había legado una parte para abrir un colegio-asilo para niñas huérfanas, Santa Laureana. Allí vivieron años felices. Los tres hijos de Corina recuerdan travesuras, como lanzar objetos al tranvía (jardinera) que pasaba por la carretera, al otro lado del muro. De Somió, Corina cerraría el círculo al trasladarse de nuevo a su querida calle Fernández Vallín cuando la finca fue vendida. La historia posterior es la de una familia que crece, los tres hijos le dieron seis nietos y éstos, seis bisnietos. Todos progresaron. Corina como profesora primero y empresaria después, Carlos como funcionario de la Seguridad Social y Armando adquirió la mayor relevancia pública al convertirse, al calor de su tío Julián, al que visitó frecuentemente en Nueva York, en un virtuoso de la guitarra que ha dejado su impronta en los cinco continentes. No deja de recordar Armando que Julián Orbón fue «el músico iberoamericano más importante del siglo XX» (famoso por su adaptación lírica de 'Guantanamera') y su abuelo Benjamín, un extraordinario compositor; y su bisabuelo Julián, «un aventurero que llegó a dominar doce idiomas, profesor de Lengua y excelente traductor». Si pasa al otro ala familiar, aparte de las alabanzas a Acisclo, no deja de mencionar que de los seis hermanos Faes, las cuatro mujeres estudiaron carreras en unos años 30 y 40 en los que «no era nada normal». De hecho, Dolores y Nieves, hermanas de Corina, figuraron como únicas mujeres de una orla de la Universidad de Salamanca que presidía Unamuno.

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La historia familiar que se cruza entre los Orbón y los Faes tiene infinitas ramificaciones. Armando se extiende en ellas, llegando hasta aquel ingeniero húngaro, llamado Julián Orbón, que patentó un modelo de cañón en el siglo XV con el que los turcos conquistaron Constantinopla. ¿Antepasado suyo? La cosa está por investigar. Mientras hablan los hijos, Corina Faes Villaverde escucha silenciosamente orgullosa. A sus 94 años, no toma ninguna medicación especial ni gusta de parar en casa («la casa no te da nada»). Desde que estuvo en 1965 en la inauguración del Café Bariloche, no ha perdonado la visita casi ningún día. Llega a la hora del vermú, con su hija, y sigue pidiendo una cerveza. Por la tarde, desde la llegada de la primavera, vuelve a salir. Cuando cansa de estar en un sitio sentencia: «Este prao ya está pacío». Y vuelve a salir a la calle, risueña y cantarina (pues Corina también canta) para darle una vuelta más a su larga sinfonía vital.

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