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GASPAR MEANA
Chigres y sidra en el siglo XIX
OPINIÓN ARTICULOS

Chigres y sidra en el siglo XIX

LOCALES En aquella época, los altercados -más o menos violentos- eran muy habituales en tascas, chigres y tabernas: los característicos duelos no eran cosa de pobres y, cuando surgían diferencias, éstas se resolvían sobre la marcha sacando a relucir los puños, las navajas e, incluso, las pistolas.

SERGIO SÁNCHEZ COLLANTES INVESTIGADOR EN EL DEPARTAMENTO DE HISTORIA DE LA UNIVERSIDAD DE OVIEDO

Sábado, 30 de agosto 2008, 04:14

H ACE unos 125 años, el médico José María López Dóriga recordaba en un artículo periodístico cómo la palabra 'chigre' no figuraba entre los vocablos autorizados por la Real Academia de Española. En efecto, hasta 1947 no fue incorporada por el Diccionario, que desde entonces define el chigre como la tienda donde se vende sidra u otras bebidas al por menor. El relato del citado galeno ovetense, que durante varios años fue profesor de Ciencias en el Instituto Jovellanos, constituye un testimonio excepcional para que hoy podamos hacernos de una idea de cómo eran los chigres de antaño. Y qué mejor coyuntura para evocar esos locales y divulgar algunas notas históricas sobre la sidra que la celebración en la villa de la XVII Fiesta de la Sidra Natural.

López Dóriga señala que por aquella época el número de chigres experimentó un constante incremento en la región, aunque conservaban los rasgos que siempre los habían caracterizado. Pero éstos poco tienen que ver con las sidrerías que hoy conocemos. Por lo pronto, a la sazón los chigres eran fundamentalmente espacios de sociabilidad popular, de modo que no desempeñaban el papel que hoy juegan desde el punto de vista turístico: los privilegiados visitantes de entonces platicaban en las terrazas de los cafés y lo normal es que consumieran la sidra en otros espacios de sociabilidad.

Había dos señales exteriores fundamentales por las que uno podía saber que se hallaba ante un chigre: de un lado, el ramo de laurel que se colocaba en lo alto de la puerta, y de otro, una cortina que cubría sólo la parte superior de la misma y que, según ironizaba el profesor del Jovellanos, jamás recuperaba su color blanco original. Asimismo, se exhibía una banderola blanca y encarnada pero sólo cuando se pretendía indicar que en el local en cuestión, aparte de sidra, también se expedía vino. En la entrada solía disponerse una mesa con tortillas, arenques, panecillos y huevos duros «a prueba de buen estómago», al decir de Dóriga; a ello podía sumarse en invierno la presencia de la popular castañera. El interior de los chigres era generalmente oscuro. Los tradicionales candiles no iluminaban demasiado, y los reverberos de aceite común no ofrecían grandes ventajas al respecto. Aunque algunos llegaran a disponer de quinqués de petróleo, la tardanza en incorporar sistemas de alumbrado más eficientes, primero de gas y luego eléctricos, explica que la penumbra fuera durante décadas inherente a los chigres, que se caracterizaban además por la mala ventilación y las paredes ennegrecidas por el humo del tabaco. En una época en la que sólo los domicilios particulares de los más pudientes disponían de excusado, no ha de extrañar a nadie que fueran las inmediaciones del chigre las que hacían las veces de retrete. En cualquier caso, los chigres no tenían en general fama de ser lugares limpios.

Dentro del local proliferaban las pipas y los toneles de sidra, acompañados a veces de pellejos de vino. En el interior de un barcal de madera, los vasos flotaban en agua turbia por la acumulación de residuos a lo largo del día. Junto a él, una matrona curtida en el oficio y aficionada según Dóriga al Virginia -un tipo de tabaco- se encargaba de suministrar dichos vasos a los parroquianos y de marcar con una tiza, sobre la tapa de un tonel, las deudas de los habituales, que mientras, además de charlar, jugaban a la brisca, al monte, al mus y sobre todo a la llave: la apuesta más frecuente obligaba al perdedor a pagar los vasos de sidra del resto.

En aquella época, los altercados -más o menos violentos- eran muy habituales en tascas, chigres y tabernas, tal y como documentan multitud de gacetillas en la prensa coetánea: los característicos duelos no eran cosa de pobres y, cuando surgían diferencias, éstas se resolvían sobre la marcha sacando a relucir los puños, las navajas e incluso las pistolas. Entretanto, las visiones peyorativas se multiplicaban en los escritos de higienistas y reformadores sociales, que se recreaban entre otras cosas en las secuelas de la embriaguez: «el número de vasos empinados (...) le obligan a inclinarse hacia adelante y a ejecutar ejercicios prodigiosos de equilibrio a beneficio de los cuales llega a su casa en las altas horas de la noche más alegre que unas pascuas, pues al parecer la sidra hace verlo todo de color de rosa».

Naturalmente, el chigre no era el único espacio en el que la sidra vertebraba la sociabilidad popular. Los periódicos de la época, con bastante frecuencia, anunciaban o reseñaban espichas y convocatorias de carácter más o menos festivo que en espacios públicos o privados, y con perfil masivo o familiar, reunían a gijoneses de ambos sexos en torno al clásico tonel, que era bautizado con los nombres más variopintos y cuya rotura permitió a un sinfín de lagares publicitarse.

Con el paso del tiempo, el consumo de la sidra experimentó una patente democratización. El crecimiento de las ciudades, el abaratamiento de los transportes, la fabricación industrial de productos como las botellas, los vasos y las pipas, así como la mecanización de ciertas fases del proceso productivo, sirvieron para estimular la comercialización; en ese sentido, la gasificación de la sidra marcó también un punto de inflexión. Las exportaciones se incrementaron con los años y permitieron que los asturianos emigrados en América disfrutaran también de la bebida de su tierra, lo que contribuyó a fortalecer sentimientos de identidad y lazos de pertenencia, además de enriquecer las culturas locales tras extenderse su consumo a otros sectores.

E s poco habitual encontrarse con testimonios como el de López Dóriga, porque las referencias más valiosas suelen ser parcas y se hallan desperdigadas -entre otras fuentes- por las páginas de miles de periódicos. De modo que resulta muy laborioso investigar el pasado de la sidra y de todas las cuestiones anejas. En la Universidad de Oviedo, el historiador lavianés Luis Benito García Álvarez asumió hace algunos años esa difícil tarea bajo la dirección del profesor Jorge Uría, y el resultado llegará en breve con la lectura de su tesis doctoral 'Sidra y manzana en la Asturias del siglo XX. Sociabilidad, producción y consumo'. En ella se profundiza, entre otras cuestiones, en la compleja ritualización y en los numerosos rasgos de originalidad de la cultura generada en torno al popular caldo, cuyo fuerte carácter comunitario se percibe ya durante la elaboración del producto. La solvencia del autor, responsable también de 'Las representaciones de la sidra' (de inminente publicación), ya quedó demostrada en 2006, cuando su aconsejable libro 'Beber y saber. Una historia cultural de las bebidas' se alzó con el reputado galardón con el que la prestigiosa Gourmand World Cookbook Awards premia la literatura gastronómica.

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