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RICARDO MENÉNDEZ SALMÓN
Miércoles, 21 de mayo 2008, 04:48
LA filosofía no sólo aspira a interpretar el mundo, como se suponía que hizo hasta antes de Karl Marx, o a transformarlo, como quería la undécima tesis sobre Feuerbach del padre del materialismo histórico, sino que también intenta dotarnos de una guía razonada para la vida práctica, para el día a día, para lo cotidiano.
En el otoño de 1989, cuando desembarqué en las aulas de la Universidad de Oviedo con apenas dieciocho años, mi profesor de Historia de la Filosofía Griega, Santiago González Escudero, puso estas tres caracterizaciones de la filosofía sobre la mesa y nos invitó a rastrearlas junto a él. González Escudero, que con los años se convertiría, sencillamente, en Santiago, fue, para mí y para muchos otros alumnos de esa malhadada y, a menudo, desprestigiada disciplina que es la filosofía, maestro de conocimiento, pero también, y sobre todo, maestro de vida.
Ahora Santiago ha muerto y yo regreso a sus lecciones pensando en aquellas enseñanzas suyas sobre la muerte, en cómo debíamos leer a Platón para aprender que la filosofía no es otra cosa que un aprendizaje para saber morir, o a su admirado Epicuro, según el cual la muerte no es nada, sólo un tránsito del ser al no ser, del placer y el dolor a la ausencia de experiencia, algo a lo que no debemos temer, pues una vez muertos todo desaparece, incluso el temor.
Como la filosofía, Santiago era un hombre humilde y orgulloso a la vez. No existe paradoja en lo que escribo. Humilde, porque como filósofo nos enseñó que nuestro conocimiento es siempre limitado, falible, condenado a fracasar ante las grandes preguntas de la vida; orgulloso, porque como filósofo nos descubrió que pensar, disentir, no aceptar ningún criterio de autoridad que no sea la razón, es la única esperanza que poseemos para ser no sabios ni felices, pero sí libres.
Pero, además de todo esto, González Escudero, mi querido Santiago, fue un hombre bueno en el sentido más amplio del término: digno, generoso, atento siempre a sus discípulos. Y para ese viaje, el de la bondad, ninguna alforja es lo suficientemente ancha, ningún elogio lo suficientemente sincero, ningún recuerdo lo suficientemente pleno. Descansa en paz, maestro. Nunca te olvidaremos.
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