SANTO ADRIANO DEL MONTE. Panorámica de la única parroquia deshabitada de Asturias, en los montes que separan los concejos de Grado y Proaza. / C. GONZÁLEZ
Asturias

Pueblos en peligro de extinción

Seis parroquias dan ejemplo de la despoblación del medio rural. Santo Adriano del Monte, en Grado, es la única desierta de Asturias y otras cinco tienen menos de diez vecinos

IVÁN VILLAR

Domingo, 26 de agosto 2007, 03:29

Llegar a Santo Adriano del Monte, en Grado, es como jugar con una muñeca rusa de caminos. A cada desvío la carretera se va estrechando un poco más -dos carriles, uno y medio, uno- hasta desembocar finalmente en una pista forestal que invita a firmar un voto de paciencia. Sin todoterreno, en el mejor de los casos el paseo llevará hora y media, más de tres por el camino largo. De cualquier modo, nadie pasa por ahí más que esporádicamente, bien senderistas o descendientes de antiguos vecinos que buscan pasar un fin de semana aislados de todo.

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Santo Adriano es una parroquia fantasma. Desde hace más de una década, la única de Asturias completamente deshabitada. Pese a su aspecto escarpado, en plena ladera del Pico del Buey Muerto, en la linde de Grado con Proaza, no es, como pudiera pensarse, un simple caserío abandonado, sino un viejo núcleo de más de veinte casas que llegaron a contar en su momento con escuela propia, iglesia e incluso un bar: Casa Sandalio.

Araceli, del pueblo vecino de Vallongo, aún recuerda ver pasar frente a su casa a «Josefa la del bar» camino de Santo Adriano, con la mercancía para su negocio a cuestas. «Subía a caballo con pellejos cargados de vino». Todos iban a caballo. Hasta hace veinte años, era la única forma de aproximarse a la zona más cercana de asfalto e incluso a veces cabalgaban directamente hasta Grado para acudir al mercado. «Madrugaban mucho. Los miércoles, a las seis de la mañana, ya los oías hablando, siempre a voces», ríe Araceli. No era un paseo fácil. En épocas de lluvia el camino se hacía puro fango «y el barro llegaba hasta la barriga de las vacas».

En otoño era habitual ver a los vecinos de Santo Adriano del Monte pasar «durante casi quince días seguidos acarreando sacos de avellana» hasta Bayo, donde ya los recogía un camión rumbo a la capital del concejo. La parroquia también tenía su fiesta, en verano, a la que se acercaban decenas de vecinos de Yernes, Tameza, Sograndio, Proaza, La Condesa. No importaban, en algunos casos, las casi cuatro horas de camino. El lugar era aún entonces un núcleo vivo.

Éxodo juvenil

Pero su aislamiento lo empezó a matar poco a poco. La escuela cerró y los jóvenes se iban marchando en busca de trabajo a Grado, a Oviedo, a Gijón. «Mucha gente de veinte años se fue de golpe y, con el tiempo, se fueron llevando también a sus casas a los mayores del pueblo», explica Cándido González, hijo de Jesús 'el del Fundil'. Muchas casas se dejaron a medio construir e incluso el nuevo lavadero quedó inconcluso.

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Concedidas a perpetuidad sus tierras a tres capitalinos por el obispo de Oviedo en 1283, hoy las ruinas de Santo Adriano son vía libre para el pasto de vacas y caballos. Pese a la orden episcopal que hace más de setecientos años pidió a los nuevos pobladores que «lo arropades e que pobledes e llantedes e hedifiquedes e que lo ayades por jur de heredat por todos los tiempos del mundo», sus vecinos se dispersan hoy por Asturias habitando la parroquia tan sólo en su nostalgia y su recuerdo.

Hay casi seiscientos núcleos de población -aldeas, caseríos...- igual de desiertos, si bien Santo Adriano es el único que no está encuadrado en una entidad superior, aparte del propio concejo de Grado. Pero otras cinco parroquias asturianas van camino de seguir, en pocos años, una suerte similar. Ninguna de ellas alcanza la decena de habitantes y, pese a estar mejor comunicadas, sólo el turismo evita en ocasiones que el silencio sea máximo.

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Marqueses de La Pasera

La Pasera, única aldea de la parroquia de Santa Marina de Noreña, se asienta en lo alto del Pico La Villa, aislada del resto del concejo pero oteando como vigía un vasto terreno de la Asturias central. La casa de Vicente Noriega y Angelita Suero marca el límite entre tres concejos: detrás de ellos comienza Siero, bajo sus pies está Noreña y sus gallinas picotean pastos langreano. «Dicen que estos terrenos los ganó un marqués jugando a las cartas», explica Vicente, convencido de que sus palabras son más leyenda que historia. Bien podría concedérseles ahora a ellos el título de marqueses de La Pasera. Junto a su cuñado, representan casi la mitad de la parroquia. El resto, hasta sumar ocho -nueve según los datos oficiales-, ocupan parte de las viejas casas que fueron el núcleo original del pueblo. Un conjunto de seis o siete edificaciones comidas por la vegetación a excepción de las dos habitadas.

«A veces les decimos a nuestros hijos que igual vendemos la casa para irnos a Oviedo, pero dicen que entonces dónde van a venir a pasar el fin de semana», ríe Angelita. De momento, aseguran, viven tan bien como si lo hicieran en cualquier villa mayor «porque sólo tardamos algo más de veinte minutos caminando hasta La Felguera, cinco si vamos en coche».

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Tampoco quiere abandonar su pueblo Pilar Llera, precisamente de La Llera, en Colunga. Ha vivido ahí desde que a los 20 años se casó con su esposo, ya fallecido. Ahora cuenta 79. «Aquí puedo salir con la bata de andar por casa y nadie me dice nada. En un sitio más grande no podría hacerlo». Cuando se pone a hacer recuento de sus vecinos le salen nueve o diez, aunque el Instituto Nacional de Estadística habla de ocho. «Antiguamente esto estaba lleno de críos. No había tantas casas vacías».

La vieja escuela, cuyo cierre motivó la marcha a Villaviciosa de muchas familias y que ahora es una vivienda de fin de semana, preside la entrada a un pueblo cuyo principal atractivo sigue siendo su iglesia. «Muchas veces soy yo la única que va a misa», bromea Pilar. Recuerda, sin embargo, cómo hace años las fiestas de La Sacramental eran más que una simple misa solemne: «Había baile y la gente limpiaba sus cuadras y sacaba el ganao para comer allí». Hoy la mayor compañía de Pilar son el silencio, su televisor, sus gatos «y una corderina de cuatro meses que no mamaba. Le doy el biberón».

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Entre dos concejos

El caso de Arnín es particular. No tiene iglesia y, pese a que las almas de sus vecinos son responsabilidad de la parroquia colunguesa de Pivierda, administrativamente tienen entidad propia dentro del concejo de Villaviciosa. Para entrar hay que cruzar un pequeño puente que marca el límite entre los dos concejos. «De la mitad para allá, ya es Colunga», explica Carlina Vega. Aunque antaño habitaron en este pequeño lugar más de ochenta personas -«en cada casa vivían diez»-, ahora tan solo lo hacen nueve, acompañados de vez en cuando por visitantes ocasionales que se hospedan en un apartamento rural. «La gente marcha a buscar otra vida por ahí», apunta María Jesús Villar. Mientras pasen cada semana «el de los congelados», el frutero y el pescadero, «vivimos como reyes y ni siquiera tenemos que ir hasta Colunga». El puente de Arnín protege su silencio.

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