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SERGIO SÁNCHEZ COLLANTES
Domingo, 19 de agosto 2007, 03:30
LA discordia de la que habla el encabezamiento de este artículo no se refiere al comprensible rechazo que el actual proyecto de ampliación de El Musel ha generado entre diversos sectores de opinión (particularmente en los de inclinación ecologista, por el consabido impacto ambiental del pomposamente denominado «superpuerto»). Lo que se repasa en las líneas que siguen son las secuelas de las controversias portuarias que sirvieron de largo prefacio a su definitiva construcción, ya que este año se cumple un siglo del final de las obras. Aprovechando que la exposición de la Antigua Rula «El Musel 1907-2007» ha sido clausurada prematuramente para acoger la de la National Geographic Society, veamos algunas claves del curioso -y acalorado- fenómeno que entreveró la protohistoria de este puerto.
Hubo un tiempo, allá por el siglo XIX, en el que Gijón se llegó a convertir en una ciudad bipolar, irreconciliablemente dividida entre los partidarios de una u otra de las dos posibles soluciones portuarias que se barajaban por aquel entonces para satisfacer las necesidades de la villa. Digamos, en esencia, que el puerto local se había quedado pequeño para canalizar todo el tráfico que generaba una localidad que estaba acelerando su industrialización, y que adolecía de notorias deficiencias estructurales a pesar de las reformas que ya se habían introducido en él. De manera que terminaron perfilándose dos opciones enfrentadas, cada una de ellas con sus simpatizantes y detractores: o bien se ampliaba el puerto local, llamado entonces Apagador por su forma de apagavelas, o bien se construía uno nuevo en El Musel, lugar situado a cierta distancia de la villa. En el lenguaje cotidiano de aquellos gijoneses cobraron carta de naturaleza las palabras «apagadorismo» y «muselismo», que servían para designar cada una de esas opciones antagónicas, así como los calificativos «apagadorista» y «muselista», con los que se hacía referencia al incondicional de uno u otro proyecto.
En realidad, el Gobierno ya había fallado a favor de El Musel en los años sesenta, y de hecho llegaron a iniciarse las obras. Pero en los setenta, caducada la concesión que bajo el reinado de Amadeo I se había otorgado en beneficio de J. Ruiz Quevedo, se reavivó nuevamente la polémica; esta vez con mayor encono si cabe, alcanzando ribetes delirantes en la década de los ochenta.
Téngase en cuenta que, al margen de lo que aconsejaran los estudios más solventes y desapasionados sobre el problema (que se inclinaban por El Musel), ambas soluciones ocultaban insoslayables beneficios o pérdidas para unos y otros. Por ejemplo, la construcción de El Musel habría de reducir el tráfico portuario en el Apagador, y esto, naturalmente, acabaría por perjudicar los intereses de los negocios navieros allí instalados, además de los de otros subsidiarios de éstos. Pero no es menos cierto que los terrenos ubicados en las inmediaciones de El Musel experimentarían una fuerte revalorización si el puerto se ejecutaba allí, lo que habría de beneficiar a los propietarios de suelo en aquella zona.
Desde luego, las implicaciones de la discordia son mucho más complejas, ya que aquellos cuyos intereses podían verse directamente afectados por la adopción de una u otra decisión no dejaban de ser una minoría; otra cosa son las repercusiones indirectas. Es decir, que para entender el alineamiento del grueso del vecindario, lo dicho debe enmarcarse en una sociedad caciquil donde el clientelismo era moneda corriente, y en la que no faltaron grupos de presión y todo un rico repertorio de procedimientos con los que mediatizar el posicionamiento hasta del último paisano. Entre la convicción y la coacción, entre la emulación y la inducción, existió todo un abanico del que formaron parte tanto el cohecho como el temor: ¿qué hacía un asalariado cuyo patrono fuera apagadorista o muselista? Como sucede en la actualidad, cuando existían poderosos intereses en juego siempre había quien estaba dispuesto a todo.
Se reavivó, pues, la polémica, y añejas amistades se malquistaron, se enrarecieron noviazgos, la cizaña se instaló en muchas familias, algún partido político sufrió cismas insolubles y respetables ciudadanos perdieron los papeles en la tribuna y en la prensa, descendiendo con frecuencia a terrenos bochornosos. La palestra periodística se abrió como las aguas del Mar Rojo: a un lado los del Apagador, al otro los de El Musel. En los casos más extremos, algunos honorables gijoneses incluso llegaron a las manos para solventar lo que la pluma no podía: mientras el reputado médico Octavio Bellmunt (apagadorista) llegó a ser agredido por un comunicado que se había insertado en el periódico de su dirección, el escritor Ataulfo Friera acabó emprendiéndola a bastonazos con la cara del droguero Eladio Carreño (hijo del médico homónimo y, como él, muselista). Tras ambos sucesos subyacían, en mayor o menor medida, las rencillas portuarias: ¿malos tiempos aquellos para las suspicacias!
Numerosas manifestaciones de la vida social gijonesa se vieron fuertemente mediatizadas por aquella envenenada atmósfera. Hablar de una ciudad «bipolar» no es ninguna metáfora: durante ciertos años, los del Ateneo Obrero no querían oír hablar del Círculo de Instrucción y Recreo, y viceversa; y muchos vecinos preferían el Teatro Jovellanos al de los Campos Elíseos; y mientras unos leían EL COMERCIO o el «Gijón», otros hacían lo propio con «El Fuete» o «El Porvenir»; y los republicanos federales de Pi y Margall y los de Martí-Miquel se detestaban entre sí; y entre los monárquicos de Álvaro Armada y los de Hilario Nava y Caveda mediaba un continuo despotricar; y en la masonería local el enfrentamiento entre Justo del Castillo y Francisco Pérez Carreño creaba escuela; y unos preferían comprar en el ultramarinos de fulano y otros en el de mengano; en tanto que los habituales de la tertulia de este café recelaban de los que iban a la de aquél; y en 1889, llegado el culmen del paroxismo, unos montaron el Círculo Muselista y los otros el Sport Club Apagadorista.
Una cizaña de órdago, aquella de El Musel: unos de buena fe, otros conscientes de lo que les interesaba; unos jugando su modesta baza y otros funcionando como auténticos grupos de presión; estos a golpe de soborno -económico o moral- y aquellos a remolque de lo que garantizara el pan de sus familias. Para mayor confusión, no faltaron súbitos e imprevistos cambios de chaqueta. No vivir en Gijón y carecer de vínculo alguno con la villa parecía casi el único modo posible de sustraerse a la polaridad y permanecer neutral. Sólo después de que en 1889 un Real Decreto fallara definitivamente a favor de El Musel, los «ánimos portuarios» se irían calmando, pero eso sucedería ya a lo largo de los noventa, cuando problemas mayores -como la guerra en Cuba- se alzaban en el horizonte.
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