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Jueves, 19 de noviembre 2015, 03:09
Dicen en Sevilla que Cayetana Fitz-James Stuart y Silva ha conseguido en estos doce meses lo que nadie antes había logrado: que hasta la Giralda la eche de menos. Un año después de su muerte, la lista de quienes añoran a la XVIII duquesa de Alba de Tormes sigue siendo interminable. Sus hijos porque, además de perder a su madre, asimilan como pueden que la Casa esté ahora en manos de Carlos, el primogénito, y que sea a él al que corresponda -única y exclusivamente- tomar decisiones sobre un patrimonio incalculable; sus nueras y exnueras porque con su marcha perdieron a una amiga divertida que las acogió sin reservas, y su viudo y sus amigos porque quienes los conocen aseguran que la pena los persigue desde entonces. Eso, sin contar a sus muchos protegidos: cofradías, asociaciones contra el cáncer o la esclerosis múltiple, Cruz Roja... que andan temiéndose que el heredero de un linaje del que ha formado parte el rey Jacobo II de Inglaterra, tenga otras prioridades.
Más de uno, aunque sea en voz baja, habla de ese asunto en la sevillana Hermandad del Cristo de los Gitanos en cuya iglesia reposan sus cenizas y donde a estas horas se cierran los preparativos de la misa por el aniversario de su muerte que se celebrará mañana a las ocho de la tarde. Los cofrades se esmeran para todo esté en orden sin entrar en polémicas sobre quién acudirá -o no- al cabo de año y sin perder de vista que fue ella, convertida en una suerte de hada madrina, quien levantó ese templo previo pago de algo más de cinco millones de euros. «Claro que se la recuerda. Constantemente y en especial estos días», dicen desde una agrupación que tiene casi tres siglos de vida.
Pero el misterio, al menos en parte, parece resuelto: Alfonso Díez, el hombre con el que Cayetana se casó poco después de cumplir los 85 para espanto de sus hijos, se sentará junto al nuevo duque de Alba y arrastrará con él a los amigos de su esposa. Algo debe haber pasado en estos doce meses para que quienes fueron inseparables de la duquesa se planteen no acudir a la misa y haya tenido que ser el duque viudo quien les haya llamado, uno a uno, para pedirles que no falten mañana.
Allí estarán los modistos Victorio y Lucchino que aseguran que se les encoge el corazón cada vez que pasan por el Palacio de Dueñas. «Por su puesto que iremos. Porque hemos hablado con Alfonso y porque Cayetana era nuestra amiga, además de una de nuestras clientas más especiales». Los diseñadores sevillanos, encargados de convertir a la duquesa en una novia radiante hace solo cuatro años, reconocen que es imposible no recordarla con tristeza. «Era tan vital, tan especial; estaba tan al tanto para ayudar a quien lo necesitaba... y siempre con su casa abierta dando comidas a los amigos».
Lo cierto es que, desde que ella falta, unos y otros andan a la greña. Por más que Alfonso parezca decidido a no alimentar ni una sola de las polémicas que salen a su encuentro, en el entorno del exfuncionario afirman que «la familia pasa de él y le ningunea». Hay quien le atribuye unas tragaderas como no se recuerdan en ese extraño ambiente a caballo entre las nobleza más rancia y la prensa del corazón, y desde la Casa, aunque no se les haya vuelto a ver juntos desde el funeral, insisten en que estiman «profundamente» al último guardián de su madre.
Un año ha sido suficiente también para que los Martínez de Irujo, que cerraron filas junto a ella cuando su final era inminente, vuele cada uno por su lado. Nadie pone en duda que su muerte ha provocado en la familia fisuras de tamaño inabarcable. Incluso Cayetano, el menor de los hijos varones de la duquesa, ha reconocido que «es duro aceptar que el mayor se lleva la mayoría de la herencia», por más que un Alba sepa que las cosas funcionan de ese modo desde que nace.
«La relación entre los hermanos no es buena. Ni siquiera está cerrado aún el tema de la herencia. Como en muchas de las familias en las que tienen algo que repartir, las cosas pueden complicarse», asegura Concha Calleja, autora de Cayetana, duquesa de Alba. La escritora recuerda que la duquesa siguió las directrices de su abuelo que mantenía que la mejor forma de proteger el patrimonio era no repartir las herencias antes de tiempo y favorecer al heredero del título, y confirma que la relación del viudo con sus hijastros es, «en general, distante».
La prueba de que las cosas no discurren todo lo bien que deberían está en que no hay forma de que los miembros del clan se pongan de acuerdo en la repartición del tercio de libre disposición; un paquete repleto de obras de arte, muebles antiguos y objetos personales de su madre a los que ellos quitan importancia aunque todo apunte a que en el lote habría telas de Fantin Latour, Boudin, Francesco Guardi, Camile Corot e incluso un Renoir: Busto de mujer con sombrero de cerezas. En eso, y en que es más que probable que mañana, por las más diversas razones, no estén todos en la Iglesia de la Hermandad del Cristo de los Gitanos.
«Original y valiente»
Cuándo se le pregunta a María Eugenia Fernández de Castro por quien fue su suegra durante casi veinte años, pide tiempo para pensar la respuesta: «Seguro que le van a dedicar un montón de palabras recordando su papel en el tiempo que le tocó vivir y hablarán de las mil facetas que componían su persona, siempre cerca del personaje que fue: original, valiente, cumplidora, tradicional, moderna, artista... en fin, única. Pero yo solo sé que hace unos meses, cuando falleció mi madre, a la que Cayetana le pedía ¡tantas veces! que rezara por ella y a la que te quería de verdad... sin darme cuenta marqué su teléfono para contarle y el vacío que sentí fue doblemente doloroso».
Está claro que nada volverá a ser lo mismo. Sus amigos afirman que ninguno de sus hijos, mucho más hábiles que ella para los negocios, ha heredado su carisma. Que nadie, excepto ella, es capaz de convertirse en una figura abrumadoramente popular sin olvidar jamás que encabezaba una de las familias con más abolengo de Europa.
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