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«¿Se puede entrar?», pregunta el desavisado. Hay razón. Se trata de un club, bien lo destaca el letrero superior, y el anglicismo suena a establecimiento privado con miembros exclusivos. Pero no es el caso. Los navegantes de lancha, caña y altura que aquí disponen de su centro social y de su punto de encuentro, han abierto hace años el comedor a todo gijonés deseoso de un plato de mar mirando al ídem. Y quien dice mar, dice tierra con igual entusiasmo que Rodrigo de Triana.
Dirección: Rodríguez San Pedro, 15. Gijón
Teléfono: 984 49 07 61
Chef: Agripino García Álvarez
Cocina: Mª Trinidad Llera Blanco
Sala: Mercedes Menéndez Blanco
Menú sólo laborables: 15 euros
Descanso: Cena domingos y lunes completo
Media a la carta: 30 euros
Luego, se puede entrar; aún mejor, se debe entrar.
Pino cocina. Y nuestro viejo buen amigo -vaya lo de viejo exclusivamente por tantos años de complicidades y colaboraciones- forma parte del grupo de chefs indiscutibles en conocimientos y reconocimientos.
Tracemos una somera biografía, difícil por extensa y compleja en etapas, subrayando -eso sí- que nació en Villaseca de Laciana casi al mismo tiempo que otro colega de bemoles, Lolo, de quien es hermano de leche. Y alegrándonos que dejó la minería -duro ofició ejercido con diecisiete años- no obstante ya llevara disfrutando de una buena jubilación luengos años: su destino, caprichos y entretejidos de la vida, pasaba por los guisos.
¿El responsable principal del cambio? Vitorón, maestro inolvidable, que por la otra vertiente de Somiedo y Cangas del Narcea tenía su cazadero, y bajo cuya tutela entró (igual que Lolo) en los secretos de sofritos, salsas, muselinas y marinados. Después, llegado el momento del vuelo libre, y tras darle lustre a algunas aventuras ajenas, montó iglesia propia en el bar Somió y sus homilías como arrocero, marinero y cazador ganaron fama.
Pasaron los años, dejó la aldea por la villa, acompañó a Lolo en la primera etapa de su referente de La Arena, y desde julio del 2017 regenta el Club que -repetimos- nos abre de par en par puertas, comodidades y selectos fartucamientos.
La fachada destaca por novecentista, simétrica de miradores y balcones, y con arranque de arquerías que enmarcan cristaleras sobre Fomento y Liquerique; los interiores, claros y ordenados, distribuyen sillas isabelinas, modernidades claroscuras y detalles marineros, mientras un segundo comedor amplía capacidades en la bodega.
Los arroces de Pino pasman y obnubilan, sea con pulpo y oricios, con bonito y pisto, con boletus y bacalao, con pitu de caleya, con verdura o con lo que el mercado le inspire. Arrocero, pues, antológico, no pica menos alto en les patatines con pulpín o con tiñosu, las delicadas cocochas de merluza, los bacalaos y los pescados de roca conseguidos y preparados a la simpleza de su frescura -chopa, rey, pixín, lubina, rubiel, rodaballo- ni tampoco trabajando carnes de carnestolendas el año entero: pote, callos, picadillo (y venado o el jabalí o arcea si las escopetas los proporcionan).
«Tengo una carta corta y cambiante porque me guío siempre por las compras diarias: si hay bonito, bonito; si buena carne, carne», testimonia. Y en agosto tocan bonito y sardina a las mil y un maneras, igual que la mágica recopilación de cuentos orientales, del tartar a la pota y de la parrilla al tataki.
Afuera la gente pasea, alterna, llena terrazas, se baña, toma el sol, zarpa y atraca: Gijón en su plenitud. Adentro rascamos competitivamente el socarrat, repartimos las almejas, mediamos la segunda botella de mencía y celebramos la vida: el comensal en su plenitud.
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