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Paseando por el Duero

Paseando por el Duero

Martes, 16 de noviembre 2021, 14:09

Dice la etimología que cultura viene de cultivo; culto es, por tanto, el que cultiva. Lo dice la etimología y lo dice, también, el sentido común. Uno de los mayores logros del ser humano a lo largo de su historia ha sido el tomar de la tierra más de lo que ésta era capaz de ofrecer por sí sola. Trabajar la tierra y hacerla producir fue, en el pasado, sinónimo de superioridad. En consecuencia, los pueblos avanzados, conocedores de la agricultura, eran tenidos por cultos, mientras los desconocedores del trabajo agrícola eran atrasados, incultos. Pero ocurre muchas veces que el sentido de las palabras se pierde con el paso de los años, los siglos o los milenios. En el momento en que la agricultura fue práctica común de la mayoría de los pueblos, el cultivar la tierra se convirtió en un trabajo inferior al de cultivar el conocimiento y la razón. Pero cultivar y arañar a la madre tierra el sustento fue, y sigue siendo, cultura. Cultivar es conocer la tierra, es conocer la naturaleza, es conocer las estaciones y el clima, es conocer el frío y el calor, la noche y el día. El que trabaja la tierra, la ama y la entiende. Y trabajando y amando la tierra llega uno a hacerse tan culto como el que descubre en el firmamento una nueva constelación. El universo del agricultor es su terruño; y sus estrellas son sus frutos.

Para imbuirnos de esa cultura hemos llevado a cabo, junto a otros compañeros, un viaje por las orillas del Duero, desde la provincia de Soria hasta los Arribes zamoranos, traspasando incluso la raya divisoria que traza el río para llegar hasta Miranda de Douro en Portugal. Camino Soria, hemos cruzado por lugares tan emblemáticos como la llamada «Milla de Oro del Vino» en la provincia de Valladolid, donde se arraciman, entre otras, bodegas tan emblemáticas como Abadía Retuerta, Arzuaga, Teófilo Reyes, Vega Sicilia o Pago de Carraovejas, y lo hicimos cuando apenas había amanecido y el cielo se mostraba incendiado, mágico, con siluetas fantasmagóricas, como la que nos ofrecía el Castillo de Peñafiel, centro neurálgico de la Ribera del Duero. Y ya alboreando con la luz del sol en el horizonte, pudimos disfrutar del juego cromático que ofrece el viñedo en esta época del año, mostrando un auténtico abanico de colores. Así hasta llegar a la soriana Bodega Dominio de Atauta, levantada como atalaya a cerca de 1000 metros de altura sobre un extenso valle que constituye un autentica joya, vitivinícola y etnográfica, de suelos arenosos y arcillosos, donde el enólogo Jaime Suárez nos hizo partícipes de una magistral cata de sus añadas más sobresalientes. La siguiente parada fue en la Bodega Dominio del Pidio, en la localidad burgalesa de Quintana del Pidio, una bodega subterránea como aquellas profundidades misteriosas en las que pareciera que el vientre de la tierra se habria desbordado en un oleaje de apacible vino, que dormía en cemento en el silencio monacal (la bodega perteneció al Convento de Santo Domingo de Silos), envuelto en esa penumbra fermentada del vino. Tres son los tipos que elaboran, tinto, blanco, rosado, en los que un factor es común: todos han de llevar en algún porcentaje la variedad Albillo, incluido el tinto y el rosado, que también contienen Tinta Fina.

Sin pérdida de tiempo, y en la misma jornada matinal visitamos la hermosa Bodega Dehesa de los Cánonigos (de nuevo con la Iglesia hemos topado) que fue propiedad del Cabildo Catedralicio de Valladolid, hasta que con la Desamortización de Mendizábal pasó de manos clérigas a manos privadas. Hace cerca de un siglo, en 1931, es adquirida por los abuelos de los actuales propietarios, los hermanos Iván y Belén, director de bodega él enóloga ella, encargados de actualizarla a los gustos del siglo XXI, posicionando sus vinos entre los mejores a nivel nacional y con gran proyección internacional. La suya es una historia de pasión por la tierra y la de ver un sueño cumplido. Después de reponer fuerzas, seguimos ruta. Próxima parada, Vivaltus, en Curiel de Duero, una bodega de nueva planta propiedad del Grupo Yllera, que se puso en funcionamiento en 2015, donde se elaboran blancos y tintos en los que predominan atributos como elegancia, finura y frescura, con tendencia a mantener un ph bajo. Hicimos noche en el magnífico hotel Castilla Termal Balneario de Olmedo, por cuyo subsuelo circulan aguas minero-medicinales, levantado sobre los restos del antiguo convento de Sancti Espíritus datado en el siglo XII (uno de los primeros que hubo en España) y mandado construir por la infanta Doña Sancha de Castilla.

Una de las bodegas visitadas que más nos impactó fue la de Hijos de Alberto Gutiérrez (van por la 4ª generación), en la villa de Serrada donde, además de contar con toneles de castaño en la parte antigua de la bodega, que habían sido adquiridos a Renfe (eran las cisternas de la época), existe todo un ejército de damajuanas, no menos de 10000 mil, expuestas a la intemperie, en las que el vino, un Verdejo de alta calidad, experimenta una superoxidación durante un periodo de casi un año para pasar luego a su envejecimiento por el sistema de soleras, dando lugar al que con un intenso color ámbar, es denominado Dorado. Paralelamente elaboran otro de la misma variedad, la Verdejo, éste llamado Pálido, que hace la crianza bajo velo de flor, y que proviene de un vino madre de cerca de 80 años. Hay tanta tradición en estos vinos que su historia se remonta al siglo XIV, recibiendo ya las mismas nombradías que las actuales: Dorado y Pálido. Según Carmen San Martín, gerente y bisnieta de Alberto, fundador de la bodega, eran suministrados habitualmente a la Corte de Felipe II. Suponemos que si los bebía lo haría con moderación, pues son vinos de no pocos grados, para mantener así la concordancia con su apodo de «El prudente».

La familia Martínez Bujanda, de pedigrí riojano, con más de un siglo a sus espaldas elaborando vino en Oyón (Álava), decidió añadir nuevas emociones a su portafolio con blancos de calidad. Adquirieron 25 hectáreas en Rueda, y en 2010 realizaban la primera vendimia de uva Verdejo en su flamante bodega, Finca Montepedroso. Catamos varias referencias en las que se ponía de manifiesto el espíritu de Rueda, sobresaliendo de entre ellas el Montepedroso Enoteca 2017. Un vino sin madera que ha permanecido 18 meses en huevos de hormigón, antes de pasar por un año de crianza en botella. El resultado es de pura seda, aterciopelado, acariciante, sin perder tensión ni frescura.

Y de allí a Toro. Visitamos la bodega Divina Proporción, también de nuevo cuño, pues en 2010 fue su primera cosecha. Tiene servicio de restaurante donde almorzamos un menú, que es el mismo todos los días del año, algo que recuerda a La Tenada de Illas (ahora cerrado), donde reza un cartel a la entrada con la siguiente inscripción: <>. La comida fue acompañada de dos de sus vinos más identitarios: 24 Mozas y Madremía, ambos de la variedad Tinta de Toro.

El día aun dio para más. Arribamos a los Arribes del Duero, en la localidad de Formariz, provincia de Zamora, donde nos recibió Jose Manuel Benéitez, ingeniero de montes, enólogo, viñador y bodeguero, que un buen día sintió la llamada de la tierra y la necesidad de volver a las raíces de sus antepasados, abandonando su vida cosmopolita para hacerse cargo de la viña que había plantado su bisabuelo. En su bodega el Hato y el Garabato, donde tienen cabida variedades propias de la zona como la Juan García, Rufete o Bruñal entre las tintas, o Doña Blanca y Puesta en Cruz entre las blancas (rara avis esta última, de la que apenas queda una viña), comparte trabajo y espacio con el productor danés Thyge Benned conocido castizamente como «Chus» y con Francisco José Martinez «Pachi», propietarios de las marcas Frontio y La Setera respectivamente.

Cuando cayó la noche y llegó la hora de ir a dormir, lo hicimos en el Castillo del Buen Amor, en el municipio de Topas, a escasos kilómetros de Salamanca. Se trata de una antigua fortaleza medieval adquirida en 1477 por el Obispo Don Alonso de Fonseca, declarada Monumento Histórico-Artístico en 1931. Como es bien sabido, los poderes del cielo y de la tierra siempre estuvieron unidos. Así fue que el Obispo Fonseca transformó el castillo en su residencia y se llevó a vivir con él a su amante Doña Teresa de las Cuevas, con la que tuvo 4 hijos. De ahí el nombre del castillo.

El brillante broche final del viaje, lo puso un crucero fluvial por los Cañones del Duero, o tal vez debiera decir por el Douro, pues el punto de partida lo hicimos desde la localidad portuguesa de Miranda de Douro. Navegamos por el líquido elemento que sirve de frontera. A un lado España al otro Portugal y al frente, espacio azul. Un paisaje que es algo más que naturaleza, es composición sublime que provoca la percepción de que se está en un lugar mágico.

Así como donde hay luz hay vida, donde hay agua hay vino. El Duero lo dice. El viajero lo bebe.

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