Luis Enrique González Iglesias
Jueves, 18 de mayo 2017, 17:29
Todo el mundo conoce a Enrique Rojo (Gijón, 1962) por Kike, desde los íntimos hasta los clientes pasajeros. Su amor por Gijón le trajo de una exitosa coctelería en Barcelona, el Negroni, a un viejo estanco en la zona rural asturiana, el Soda 917 (El Gobernador, Villaviciosa). Una locura de esas que simpre salen bien, porque lo que se impone es la calidad y la cercanía en el trato.
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Trabajo más y estoy más feliz. «Siempre quise volver a Asturias. Ya sabes que el paisano asturiano viaja muy mal. La nostalgia me podía. Fueron once años magníficos, tanto a nivel personal como económico. Pero estaba allí y seguía siendo socio del Grupo y del Sporting, venía mucho, me encanta pasear por la playa, la comida, el clima. Ahora llegar a Gijón me lleva 15 minutos. Antes, salir de Barcelona era más de media hora. Fue una decisión lógica, esto era nuestro y teníamos que venir y arreglarlo o liquidarlo todo. Trabajo más y estoy más feliz que antes. En Barcelona los últimos años sólo trabajaba un día a la semana».
Tragos irrecuperables. «Tuve un maestro que trabajó para mí muchos años en el Negroni que me enseñó la mecánica, lo otro está en la cabeza. Cómo poner las manos, cómo medir sin tener medidor. Cuando haces un millón de negronis o un millón de drys no necesitas medidor. Sólo hay que tener en la cabeza los sabores y las medidas. Yo hago coctelería clásica. Las medidas las llevo exactas y los alcoholes son de primera, no deberían sentar mal, pero hay que tener ojo con la cantidad. Para algunos tragos, uno es poco y tres es demasiado. Tú no te puedes beber tres drys antes de comer porque te vas a la lona. Hay tragos que son irrecuperables, es como en el ciclismo, que llegó el del mazo y te dió».
Alcoholes puros. «Tuve la suerte de trabajar en el Café Gregorio, en Gijón, con Chanín y Ángel que son lo más cariñoso que hay en este mundo. Por ahí ya tenía yo un defecto de fábrica con el güisqui. Tenía un profesor particular de inglés que me traía güisqui. Prácticamente tomo los alcoholes puros siempre. No nacieron para mezclarse, ni el güisqui ni la ginebra ni ninguno. ¿A qué sabe la ginebra cuando el 70% de ese trago es el refresco? Yo tengo 35 tónicas aquí, la misma ginebra con cada una sabe diferente. Detrás de la barra tienes que saber diferenciar alcoholes para poder recomendarlos. Si vendes ladrillos tienes que saber cómo se hacen, para qué sirven... Esto es lo mismo, no hay ninguna mística».
Un viejo güisquero. «El güisqui tiene todos los matices. La complejidad que puede alcanzar es infinita. Por eso por mucho que sepas siempre va a haber algo que te va a sorprender. De las diez marcas de güisqui más vendidas del mundo ocho son indias, porque lo beben y porque lo pagan. Los japoneses tambien producen mucho y muy bueno. Hay una tendencia a endulzarlos y otra que se aleja de eso y va buscando autenticidad, utilizar una sola barrica, sin filtrar... Las etiquetas encarecen mucho. Busco bebidas que no te aburran, con contrastes y que puedas ir variando».
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La carta soy yo. «Intento hacer siempre un cóctel internacional a partir de lo que me pide el cliente. Pregunto si quieren trago corto o trago largo, más seco, más dulce, más cítrico, más amargo... Pero siempre intento guiar y explicar de dónde vienen los cócteles clásicos y por qué se hicieron. Todos los tragos tienen su historia y funcionan, sólo hay que encontrar el adecuado para cada persona. Si no puedo, porque alguien me pide algo que no se adapta a lo que existe, por ejemplo, un cóctel sin alcohol con fresa, pues se lo hago también. Yo trabajo sin carta, la carta soy yo».
Sin atajos. «Sólo preguntar cómo quieres el vermú ya significa un enlace: más amargo, más seco, más dulce... Ya le estás dando a esa persona algo a lo que no está habituado. Mi camino es el conocimiento, yo no tengo esto por vacilar, tengo esto porque quiero saber. No sé ni poner un tornillo. Sólo sé hacer tragos. Entra alguien por la puerta y enseguida veo lo que me va a pedir, pero no atajo, espero a que me diga y lo voy guiando».
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Prefiero el tiempo al oro. «Dice una canción de Serrat que prefiero el tiempo al oro. Yo también me quedo con el tiempo. Al final nos quedan tres o cuatro mundiales, otras tantas olimpiadas y hay que disfrutarlas. El tiempo lo agarras y es como los granos de arena fina, se escapa entre los dedos por mucho que aprietes».
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