Si yo tuviera un poco más de malicia y estuviera segura de que este artículo iba a publicarse el 28 de diciembre les colaría aquí una inocentada épica. Les diría que hace 164 años en Valencia se comían turrones cárnicos hechos con chorizo, longaniza y ... salchicha, compartiría con ustedes un larguísimo texto que así lo atestigua y todos nos quedaríamos ojipláticos, diciendo eso de «pues es verdad que todo está inventado». Pero como soy de natural bonachón y además no puedo aseverar que este texto vea la luz el Día de los Santos Inocentes les ahorraré la broma, no vaya a ser que la liemos, nos pase como al estimado José Carlos Capel con sus 'Notas de cocina de Leonardo da Vinci' y la guasa cabe asumiéndose como cierta por los siglos de los siglos amén. Por si acaso lo repito. 'Spoiler', destripe: lo que van a leer a continuación no fue escrito en serio. El problema es que habiendo transcurrido tanto tiempo desde que se publicó, resulta difícil pillar el recochineo con el que se publicó originalmente.
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Para entender la chufla a la primera tendríamos que estar familiarizados con la vida y obra de José Bernat Baldoví (1809-1864), o al menos saber que fue un escritor satírico habituado a sacar punta a las situaciones más cotidianas. En 1859 el señor Bernat participó junto a un nutrido grupo de autores valencianos en una obra colectiva titulada 'Los valencianos pintados por sí mismos'. Cada colaborador debía escoger un tipo, profesión o rasgo típico de las calles de Valencia y escribir una semblanza costumbrista sobre el tema. Unos lo hicieron con seriedad, otros con cariño y algunos, como Bernat Baldoví, se quedaron a medio camino entre la burla y la mala leche.
Nuestro protagonista eligió la figura del 'torroner' o turronero, el clásico vendedor que cada año llegaba desde Alicante o Jijona para endulzar las navidades. En vez de hablar sobre la tradición de este oficio o de cómo se desempeñaba, Bernat decidió dar rienda suelta a su personal cabreo con el mundo del turrón. Puede que ahora nos quejemos de los turrones estrafalarios, esos de jamón, patatas fritas, donuts o cerveza que tan llamativos parecen en las estanterías del supermercado, pero en 1859 la creatividad turronera también estaba bastante sobreexcitada. Si repasamos recetarios de la época podremos comprobar que entonces ya existían muchísimas variedades de este postre navideño: por ejemplo en el 'Tratado completo y práctico de confitería y pastelería' (Barcelona, 1848) aparecen turrones de mazapán, frutas, canela, yema fina, a la francesa, a la duquesa, turrón arlequín, de mil flores, de natillas, de nieve, irlandés, chino, granizado o de guirlache, además de los clásicos de Alicante, Jijona y Agramunt.
El 'Manual del confitero y pastelero' de Ceferino Noriega (París, 1858) añadió a ese repertorio el turrón de ajonjolí, azahar, piñones y clavo, uno de chirimoya, otro de guayaba y uno típico del estado mexicano de Oaxaca.
Nuestro amigo Bernat debía de estar harto de tanta sofisticación. Si ahora los consumidores se dividen entre los devotos de la innovación y los tradicionalistas que piden distinguir entre 'turrón turrón' y 'praliné con cosas' podemos asumir que el escritor de Sueca sería de los segundos. Y a muerte. Igual que lo haría actualmente un indignado por redes sociales, Bernat Baldoví dejó caer eso de que «antes, en tiempo de nuestros abuelos, se conocían muy pocas clases de turrón». Los antiguos se contentaban «con las que habían visto siempre por Navidad en la mesa de sus antepasados, sin que les ocurriese siquiera el deseo de innovación alguna en el particular. Todo se reducía, pues, al turrón de almendra, de cañamones, de avellana, de... de cualquiera otra fruta seca , y... pare usted de contar». Pero hete aquí que la modernidad y los gustos extravagantes habían conseguido tal variedad turronera que parecía imposible llevar la cuenta de sus diversas categorías y nomenclaturas.
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Exageración
Para ilustrar lo que él veía como un despropósito confitero, Bernat decidió tirar de exageración para hablar de unos célebres turrones de carne que hacían las delicias de los más cursis. Sus coetáneos sabían que aquello era una sátira y que los turrones cárnicos no existían, pero el autor los describió con tal nivel de detalle que ahora casi dan ganas de creerlo todo a pies juntillas. «El turrón de carne ha sido siempre, entre los valencianos, el bocado predilecto de toda mesa decente, de toda fiesta popular», fabulaba don José. Y seguía diciendo que «esta especie de turrón se hace unas veces a mano y otras a máquina, porque en tiempos de Pascuas principalmente suele ser tan grande el consumo que no bastan los recursos naturales de los operarios, y es preciso acudir para su fabricación a los adelantos científicos».
Aquellos turrones imaginarios y a la vez creíbles podían ser de cuatro clases (1ª superior de embuchado, 2ª de chorizo, 3ª de longaniza y 4ª de salchicha) y se hacían mezclando almendra con embutido de distintas calidades. «Nada más fácil y bonancible [...] Con dificultad pudiera encontrarse otro manjar que mejor se preste a sentar perfectamente en el más delicado estómago».
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¿Cómo sentarán ahora los muy reales y nada ficticios turrones de torrezno o chocolate con churros? ¡Ay, si los viera Bernat!
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