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El mapa digital de Francia que se muestra en la web de la asociación francesa Pleine Mer se va llenando de iconos con un anzuelo y un pez dispuesto a morderlo. La visión de la costa atlántica es ya una gruesa raya celeste que sigue la orografía hasta Bélgica como si fuera una línea costera alternativa superpuesta a la real. Hace unos pocos meses entre un icono y el siguiente había muchos kilómetros. Hoy el espacio se va cerrando. El usuario que clica en uno de ellos recibe una dirección y el nombre de un pescador, su barco, el arte con el que faena y el lugar en donde vende directa y legalmente su pesca. Por primera vez la sociedad civil y la tecnología se han puesto a trabajar de modo altruista para garantizar a los pescadores artesanales un precio justo de sus capturas. El objetivo de Pleine Mer es permitir que del precio que los consumidores pagan por el pescado de cercanía revierta en los pescadores el mayor porcentaje posible. Cero intermediarios. De otro modo, este sistema tradicional de captura poco agresiva y sostenible terminará desapareciendo a no tardar mucho, en una sola generación, sostienen. Pescado fresco todo el año y a medida, que el mercado cercano lo demanda y lo paga. No campañas intensivas de dos meses con mucha tecnología para apurar las cuotas permitidas en el menor tiempo de pesca posible. La sostenibilidad, la artesanía frente a la industria extractora pesquera y su vinculación con las conserveras más agresivas.
Esta iniciativa francesa para la mar se abre paso en un país en el que el respeto al sector primario siempre ha sido más elevado que en España. Como en todo Occidente, los agricultores y pescadores viven una regresión cuanti y cualitativa, pero el orgullo francés de pertenecer a estos colectivos es mucho mayor. También su capacidad de combate y la tasa de suicidios. Así sea reclamado con justicia o no –recordemos lo que pasaba con la fruta española–, defienden su modo de vida incluso con el apoyo de su Gobierno contra alguna directiva europea de la PAC que les perjudicaba.
El campo parece que se despierta ahora en España después de años acomodado en un silente estadío, como el cuerpo que pierde sangre pero no siente dolor a cuenta del analgésico que se le administra llamado Política Agraria Comunitaria, ese que completaba las rentas que salían de la explotación real del campo y permitía ir tirando en una tierra alejada de las urbes en la que los precios de la vida aún no eran imposibles. Pero en lontananza se advierte la borrasca que se cierne y la tijera de Bruselas, de los urbanos que ya se han cansado de sostener campos que solo ven en vacaciones. Y ahí está empezando todo. Cuando la ópera de la alimentación llamada gastronomía está más en auge que nunca, cuando el territorio, la identidad, el producto y lo auténtico conquistan los grandes escenarios y platós del mundo, la base, la partitura, el origen de todo ello, está en peligro.
Los pescadores del Plain Mer, consumidores convertidos en militantes concienciados y algunas instituciones locales juntan fuerzas e ilusiones para proteger un modo de vida de unos miles de personas que simbolizan mucho más de lo que su trabajo suma en millones de euros. Frente a los extremismos políticos que se ciernen de nuevo sobre nuestras sociedades, ciudadanos politizados en una nueva ideología que lleva la bandera de la sostenibilidad y de la preocupación por el planeta.
Pero estos nuevos luchadores del mar no han nacido de la nada. Hace ya 20 años que en el mismo país se creó, entre otras, AMAP, la asociación para el mantenimiento de la agricultura campesina. Al principio un puñado de románticos que luchaban contra la inseguridad alimentaria, el desperdicio y desaparición de la agricultura campesina, como ellos la llaman, en contraposición de la agricultura productivista. Al tiempo que la sociedad en su conjunto se iba concienciando, creaban un corpus ideológico razonable que promueve una relación responsable y cívica con la comida, de bajo impacto ambiental, creador de actividad económica y empleo.
La comunidad la forman ellos, los productores, y lo que llaman 'amapiens', los consumidores convencidos que sostienen con su participación una cadena de comercio justo y ético. El tiempo y la velocidad del deterioro del planeta gira a tal velocidad que los augurios de los románticos son realidades palmarias.
En nuestro país empiezan a aprobarse legislaciones tímidas, como la valenciana o la andaluza, que permiten el comercio directo de determinados productos agrarios de los productores al consumidor final, legislaciones básicas que abren una puerta tímida al sostenimiento de un mundo rural poblado por seres humanos y su ecosistema llamado pueblo. Pasos bienintencionados, pero aún tímidos y torpes, de recién nacido que tendrá que espabilar si quiere salir adelante, a no tardar mucho. Hay donde mirarse. Y la cocina y sus cocineros, que ahora detentan la capacidad de ser escuchados, deberían utilizar su fuerza en bien propio y de todos.
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