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AIDA COLLADO
Jueves, 8 de julio 2021, 05:55
Jaime Uz (Oviedo, 1976) ha sido todos los cocineros posibles. El que se forma en casa y el que viaja para aprender. El que ve fracasar su primer proyecto y el que consigue una estrella michelín. Hay que ser todos para convertirse en el mejor. ... Así que estas Calderetas 2021 premian su talento, pero también su empeño, su convencimiento de que antes de recoger hay que dejarse el lomo sembrando.
-¿Cuánto del maestro asturiano que es hoy se debe a tantos años correteando por la cafetería Nevada?
-Mucho. De hecho, el premio se lo voy a dedicar a mi madre. Sin aquel trabajo que hicieron, tan feroz y durante tantos años, no habríamos llegado a esto. Ellos trabajaron con dedicación para sacar a su familia adelante, con amor. Le debo todo a mi familia. Yo he podido subir un escalón, pero me siento muy afortunado de haber nacido dentro de una familia dedicada a la hostelería, porque sin estar rodeado de aquel aprendizaje no habría hecho nada. Como los favores, no se olvida nunca.
-Estudió en la Escuela de Hostelería de Oviedo, pero luego picó a la puerta de los grandes. Irizar, Berasategui...
-La formación es imprescindible. Fui a San Sebastián para ampliar mi formación en la escuela de Luis Irizar, una de las personas más importantes en mi trayectoria y quien me abrió la puerta de Martín Berasategui. Mis primeras prácticas fueron en el Kursaal. Luego, al terminar la escuela, gané un campeonato de jóvenes cocineros en Asturias y me llamaron para ser jefe de partida en un restaurante que abrieron Berasategui, David de Jorge y Luis Aduriz. No lo dudé. Así que sí, creo que esas experiencias son imprescindibles. Es como hacer un máster. Cuando eres joven tienes que moverte por sitios donde aprendes buenos hábitos, que luego ya no te quitas nunca.
-Su primer proyecto, de vuelta en casa, no salió bien. ¿Le sirvió al menos para aprender?
-Desgraciadamente, sí. Siempre se ha dicho que se aprende a base de palos. Fue una apuesta que no salió bien y eso me obligó a desviarme en el camino que me había fijado. Tuve que reencaminarme, tirar para adelante y seguir. Fue duro y me vi con una deuda importante, pero seguí trabajando y aquel trabajo me trajo a Ribadesella. Aquí tuve un primer restaurante durante tres años y en 2009 abrimos Arbidel.
-Siempre ha dicho que para ser un buen cocinero hace falta paciencia y años de dedicación.
-Se lo oí a Arzak cuando estaba estudiando: para ser cocinero hacen falta siete u ocho años de trabajo. Me parecía una barbaridad, pero es completamente cierto. Aunque no dejas de aprender nunca.
-En cinco años, Arbidel se hizo con una estrella Michelin y hoy es cita obligada entre los amantes de la gastronomía. A recoger lo sembrado.
-(Risas) En los últimos años hemos recogido bastante y me siento afortunado. Abrimos sin otra pretensión que hacer un buen restaurante. Al principio fue muy duro, porque no estamos bien situados. Nos comíamos la cabeza porque la gente no venía, así que empecé a investigar y el problema era que no nos conocía nadie, ni siquiera en Ribadesella. No nos veían. La estrella, que llegó en 2013, supuso un cambio descomunal. Era inaudito que le dieran un reconocimiento así a un restaurante con un menú degustación de 29 euros. No la esperaba, me parecía muy lejana. Y cuando llegó no teníamos infraestructura para lo que vino, con cuatro personas trabajando y un aluvión de llamadas, mails, reservas... de repente llenábamos todas las noches de noviembre.
-Otro mundo.
-Luego se fue asentando. Hemos ganado en solidez, todo está más maduro. Y ya llevamos ocho ediciones en la guía, es importante mantenerse ahí. Luego obtuvimos otros reconocimientos: el sol de Repsol, el cucharón marinero... Los premios siempre te animan a seguir. En el caso de la caldereta, demás, lo veo como un premio muy cariñoso.
-Uno llega a su casa y en el primer plato de la degustación ya percibe su obsesión por el sabor. A toda ostra.
-Mi primera obsesión es que la gente quede bien satisfecha. Además de a vivir una experiencia, viene a comer. La base de mi cocina es mucha tradición, reinterpretar los platos de siempre, jugar con el mar y la montaña... pero siempre pensando que mi menú lo come mucha gente y debe gustar a mucha gente.
-¿Cuesta librarse de los fuegos de artificio, no caer en la tentación de las modas y centrarse en el producto?
-Nosotros nunca hemos abandonado el producto. Luego, como en la pasarela Cibeles, vas adaptándote a ciertas modas, a la evolución de la cocina. Algunas cosas se quedan y otras no... pero la base la tenemos muy clara. Sabemos a lo que jugamos. Ni en los peores momentos hicimos fuegos de artificio, siempre mantuvimos nuestra base sólida.
-En Lena, su sidrería de Villaviciosa, ofrece algo diferente.
-Es un negocio que ya lleva tres años, una apuesta de la que estoy tremendamente orgulloso: sobre todo, por el equipo que tengo allí, empezando por David Castro Agudín y siguiendo por Susana Calzada y Diana Fernández... Es un negocio que ha ganado mucha solidez y donde se come tremendamente bien. A los negocios hay que darles tiempo y Lena es ya un gran restaurante.
-¿Cuál es el nexo común entre ambas propuestas?
-En Lena hay platos que en su día tuvieron éxito en Arbidel, pero también otros típicos de sidrería a los que hemos dado una vuelta y nuevas propuestas que van saliendo y vamos adaptando. Con esto de la covid hemos tenido que readaptarnos. Es una propuesta diferente pero con mucho de mí mismo y de la gente que está trabajando allí.
-¿Cómo han sido estos meses?
-Ha sido una época muy mala. Hemos tenido que luchar mucho para llegar aquí. Creo que este verano va a ser muy bueno, vamos a trabajar mucho, ya estamos trabajando. Pero hay que levantar el año pasado. Ahora soy optimista, pero ha sido un golpe garrafal para todos. Muchos sitios han cerrado y el resto lo hemos pasado mal. Los que hemos aguantado, creo que ahora tendremos un pulmón importante con el verano, la gente tiene ganas de salir.
-Pasa a formar parte de un palmarés con grandes nombres...
-Es un orgullazo. En las calderetas está lo mejor de lo mejor. Estoy tremendamente agradecido. Además, este reconocimiento quedará en la historia de la gastronomía de Asturias. Y la historia es imborrable. No es como una estrella Michelin, que te la pueden quitar (Risas).
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