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AIDA COLLADO
Sábado, 18 de mayo 2019, 03:59
A Eladio de la Concha la vida le cambió en apenas unos meses. En menos de un año, a los diecisiete, el destino sacudió su existencia, como tiene por costumbre, con un buen palo en el lomo. Hasta entonces, su infancia y su juventud habían estado repletas de felicidad. De la que huele a libertad y a verde y a «que salga a jugar Eladio». De la que apura las últimas horas de luz entre travesuras y convierte en paraíso la colonia del Piles, donde creció. Donde los perros campaban sueltos a sus anchas y las puertas permanecían abiertas. Al sexto de trece hermanos nunca le faltan compañeros de aventuras. Y a 'Yayo' tampoco.
Eran muy estrictas, sí, las señoritas del Blancanieves. Pero enseñaban como nadie y, como todos los gijoneses que pasaron por el colegio, recuerda con devoción el centro. En la Inmaculada, a donde llegó en primero de Bachiller, el ambiente era muy distinto. En realidad, se sincera, el colegio nunca le entusiasmó. Estudiaba bien. Lo justo para sacar notables. Pero le faltaba ilusión. Lo que más le gustaba era salir al recreo para jugar al fútbol.
Y así, sin darse cuenta, llegó el punto de inflexión. Con diecisiete años, su familia le había enviado interno a otro colegio de los jesuitas en Inglaterra, para aprender el idioma. Pero esas navidades su padre murió y todo cambió. Fueron tiempos correosos. En el 76, en el 77, su vida cambió. Y, a la vez, cambió la de todos.
Se fue de un país, de una casa, y llegó a otros completamente distintos. En su hogar ya no estaba el cabeza de familia, el conocido médico y mecenas Eladio de la Concha. Su madre, la novelista Matilde García-Mauriño, asumió ese rol y abrió una Administración de Lotería, la número 16. No le fue nada mal y requería la ayuda de Yayo.
Pero también España había cambiado. Y seguiría haciéndolo, hasta lo irreconocible. Fue una época de apertura, de las que marcan a un adolescente. Aunque para él no fue buena. Sin demasiada pasión, se dejó convencer por su tío, el catedrático de la Universidad de Oviedo Ignacio de la Concha, para seguir sus pasos y estudiar Derecho. Fue sacando la carrera y se refugió en el rugby, al que había empezado a jugar en Inglaterra. Estuvo, primero, en el Sporting y, más tarde, en el Gijón Rugby Club. Fue su primer flechazo y le sirvió para superar la mala racha.
Así, casi también sin darse cuenta, se hizo abogado. Y fue entonces, tras empezar a ejercer sin demasiada vocación, cuando descubrió un amor mucho más profundo por su profesión. Se dio cuenta de que desde su despacho no solo podía ganarse la vida, también podía ayudar a mucha gente. Hoy es un hombre convencido de que hay que buscar un sentido a la vida, formarse, tener inquietudes, ponerse a prueba. «Y una vez sabes bien quién eres, hay que ayudar a los demás», defiende. Ese es el sentido que busca a la vida: «Ayudar». Eso, al menos, intentó desde el Club Rotario Gijón.
Y así llegó a su tercer amor, la política. Y a Vox, previo paso por PP y Foro. Y al entusiasmo absoluto. Aunque ningún afecto es comparable al que siente por su esposa, Ana, con la que se casó a los 32 años, y sus dos hijos mellizos, de veintidós.
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