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Alejandro Carantoña
Miércoles, 15 de junio 2016, 12:56
Agotada la fórmula de presentar a los propios amigos, ha llegado el momento de acusar al contrario de juntarse con los malos: «Yo no, Pedro, yo no», musitaba Pablo Iglesias al borde del llanto en el debate de anteayer: «El adversario es Rajoy, Pedro», repetía.
Esta campaña igual que la anterior versa en esencia sobre quién es amigo de quién (y no sobre por qué), con la diferencia de que donde antes se exhibían amigos poderosos, ahora se les adjudican vínculos al resto: Pedro Sánchez afirmó en el debate, de manera muy elocuente, que les subiría los impuestos a quienes votan a Mariano Rajoy, que son «las clases ricas» (ya se sabe, esos siete millones largos de latifundistas, aristócratas y oligarcas que votaron al PP en diciembre de 2015). Pablo Iglesias, por centrar algo más el tiro, afirmó rotundo que si España tiene un problema recaudatorio en el terreno fiscal es por culpa de «algunos amigos del señor Rajoy», en referencia clara a Miguel Blesa o Rodrigo Rato, como explicitó en su minuto de oro.
Quizás por este motivo, Rajoy lleva desde la anterior campaña electoral haciendo un esfuerzo por utilizar cada vez más la primera persona del singular, no se le vaya a colar en el plural algún inoportuno colega, ora ministro, ora alcaldesa. Él, con esa lección ya aprendida, también le encuentra amigos a Pedro Sánchez en Andalucía.
Albert Rivera y Pablo Iglesias se ocuparon de sus respectivas amistades aunque cualquiera diría que los amigos son ellos: a fuerza de verse las caras, ya parecen de la familia. Por supuesto, los amigos de Iglesias visten el chándal bolivariano en opinión de Rivera, pero resulta que, entre los gritos, el candidato de Unidos Podemos le lanza por su lado que es afín a Manos Limpias.
Dime con quién andas y te diré quién eres como motor de los discursos, apeados ya del cierto catastrofismo que anegó la campaña electoral de diciembre. Por eso los candidatos siguen pasando de puntillas por Cataluña, salvo vagas alusiones a la voluntad de diálogo, al cumplimiento de la ley, al Brexit y a la hermandad de los pueblos europeos. Todos hablan de los amigos de todos, por exceso o por defecto (Rajoy insiste en la inefable fórmula «podría hablarle de... pero no lo voy a hacer»), pero exhiben una renuencia contumaz a hundir las manos en la harina de los pactos. A presentarnos a sus amistades.
«Se habla poco de los ayuntamientos», decía Pedro Sánchez. Vaya que sí: si tanto en el debate del lunes como en los inacabables actos de campaña que quedan se entrasen a desgranar alianzas, pinzas y bloqueos por todo el mapa local, la confusión sería absoluta. Así que, en un esfuerzo por no volver a incurrir en las incongruencias que pusieron de manifiesto los (muchos) comicios de 2015, esta vez no se alzan dedos acusadores sobre amistades espontáneas y vergonzantes, no vaya a ser que quien tire la primera piedra sea el menos libre de culpa dentro de dos semanas.
La prudencia va anteponiéndose a la voluntad otrora orgullosa y altiva de los candidatos por que les viésemos haciéndose una foto con X, comiendo con Y o sellando su amistad eterna con Z. Hoy parece que ya nadie quiere tener amigos. O, al menos, presentárnoslos: en el debate del lunes faltaba el convidado definitivo, el sorpaso en persona. Alguien se dejó en casa a Alberto Garzón: ¿será que no tiene amigos?
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