MANUEL ARROYO
Lunes, 14 de diciembre 2015, 17:16
A seis días de unas elecciones que romperán con el bipartidismo imperante en España desde los inicios de la Transición, Mariano Rajoy y Pedro Sánchez protagonizan este lunes un cara a cara en el que se juegan algunas de sus últimas bazas para intentar atraer a los votantes indecisos. Los candidatos del PP y del PSOE afrontan el debate sin perder de vista a los pujantes Ciudadanos y Podemos, y con la mochila cargada de argumentos que juegan a su favor, pero también con otros elementos que van en su contra.
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MARIANO RAJOY
A FAVOR
La recuperación económica. El Gobierno de Rajoy tomó posesión con España al borde de un rescate que habría supuesto una catástrofe para toda una generación. Esa amenaza la superó con éxito merced a una combinación de drásticos recortes del gasto público, subidas de impuestos e impopulares reformas. También gracias a las medidas excepcionales adoptadas por el BCE. España, la pesadilla de Europa hace cuatro años, está ahora a la cabeza del crecimiento económico de la UE -su Producto Interior Bruto avanza a un ritmo anual del 3,4%- y empieza a crear empleo con fuerza. A finales de noviembre los inscritos en las listas del paro sumaban 4.149.298, una cifra gigantesca, pero inferior en 271.200 a la que dejó Zapatero cuatro años antes. El PP presume de que estos datos demuestran su capacidad gestora y su destreza en arreglar los «desaguisados» que deja el PSOE.
en contexto
Un partido ganador. Todas las encuestas, sin excepción, dan por segura la victoria del PP; muy lejos de la mayoría absoluta, pero a una considerable distancia de sus rivales. Los populares, con un suelo electoral muy notable incluso en las coyunturas más adversas, se benefician de la palpable debilidad de los socialistas y del presumible (y por ahora desconocido) techo electoral de los partidos emergentes, que hace improbable su triunfo en las urnas en las primeras elecciones generales a las que se presentan. Frente a la nueva forma de hacer política que preconizan Ciudadanos y Podemos, el PP intenta poner en valor una experiencia en la gestión de las instituciones de la que carecen ambas fuerzas emergentes. Respecto al PSOE, tiene aparentemente un líder más sólido y menos cuestionado de puertas adentro, un discurso político sin tantos vaivenes en función de las circunstancias y el viento a favor de la salida de la crisis.
Imagen de estadista. Como sucede con los presidentes en ejercicio, Rajoy ofrece -y presume de- una imagen de estadista, de 'primus inter pares' que le convierte en interlocutor de los grandes líderes mundiales -Merkel, Hollande, Cameron e incluso Obama- para abordar los problemas del planeta: desde el terrorismo yihadista a la crisis de los refugiados. Ese factor le otorga un aura de superioridad respecto a los responsables de los demás partidos. Es una de las ventajas que conlleva ocupar el poder. En la inmensa mayoría de los casos, se va con él.
EN CONTRA
¿Que ya no hay crisis? La recuperación económica, muy palpable en las cifras macro, no acaba de llegar al bolsillo de millones de españoles. La mejora del mercado laboral ha sido fruto de la masiva creación de empleo, en la mayoría de los casos de baja calidad, eventual y con salarios muy reducidos. Además, cientos de miles de españoles que han conservado su puesto de trabajo durante la crisis lo han hecho a costa de la rebaja de sus remuneraciones o, si han tenido más fortuna, de su congelación. Ese factor, unido a las subidas de impuestos, se han traducido en un empeoramiento del nivel de vida de las clases medias.
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La corrupción. La sucesión de escándalos en sus filas -las tramas Gürtel y Púnica, el 'caso Bárcenas' y las andanzas de Rato, entre otros- ha erosionado gravemente la imagen del PP. Su actitud ante la corrupción, incluso ante los casos más sangrantes, ha pasado por varias fases: mirar hacia otro lado, esgrimir la presunción de inocencia de los afectados, escudarse en el 'y tú más' poniendo ejemplos que salpican al PSOE... Sólo al final de la legislatura, con el partido ya achicharrado en las encuestas, ha mostrado una actitud más firme y ha legislado para intentar evitar en el futuro escándalos como los que le han estallado entre las manos. Esa forma de actuación, poco adecuada para ganar credibilidad en este terreno, partía de la convicción de que los españoles no castigan en las urnas la corrupción y de que esa actitud se iba a mantener para siempre. Así fue durante muchos años, en efecto; hasta que la caldera del malestar social estalló por el contraste entre el enriquecimiento ilícito de una selecta minoría y las penurias que sufrían cientos de miles de ciudadanos condenados al paro y a severos recortes. La plasmación de todo ello han sido los duros reveses del PP en las elecciones que se han celebrado desde que llegó al poder, a finales de 2011: las andaluzas, las europeas, las catalanas, y, por último, las autonómicas y locales del pasado 24 de mayo, en las que perdió buena parte de su poder territorial.
Un partido quemado. La corrupción y la avalancha de recortes para combatir la crisis han achicharrado la imagen del PP. Incluso entre algunos de sus sectores sociales más fieles existe un evidente malestar por el incumplimiento de promesas electorales en materia fiscal (los impuestos que iban a bajar subieron nada más llegar al poder), de reformas institucionales (el Poder Judicial sigue dependiendo de nombramientos partidistas) o del aborto (los votantes más a la derecha no le perdonan que, pese a su mayoría absoluta en las Cortes, no haya echado abajo por completo la ley de Zapatero). Tampoco le favorece, en pleno siglo XXI, un modelo de organización interna que prima el 'dedazo' del presidente en la elección de puestos clave, y que concede un mínimo protagonismo a las bases. Cientos de miles de sus electores se han refugiado en Ciudadanos (los más jóvenes) o en la abstención.
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Pedro Sánchez
A FAVOR
Ansias de cambio. La combinación de una brutal crisis económica, con sus draconianos recortes, y el hartazgo por la corrupción ha alumbrado intensos deseos de cambio en amplios sectores de la sociedad española. El PSOE pretende ser el abanderado de ese ansia, pese a la pujanza de los partidos emergentes, ante los que exhibe su amplia experiencia de gestión, el peso de unas históricas siglas y una sólida estructura en toda España. En resumen, una formación que ya ha gobernado el país -Ciudadanos y Podemos no lo han hecho-, previsible para los alérgicos a los experimentos y con suficientes cuadros para hacerse con los mandos de la Administración.
El desgaste del PP. El Partido Popular, su tradicional rival, se ha achicharrado en sus cuatro años en el Gobierno. Su desplome en las elecciones municipales y autonómicas del 24 de mayo ha permitido a los socialistas recobrar poder en ayuntamientos y comunidades; en la mayoría de los casos, en alianza con Podemos y otras marcas de izquierda. Esa recuperación ha sido un balón de oxígeno para el PSOE y le ha permitido ganar protagonismo nacional tras una dura travesía del desierto.
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Una imagen más juvenil y amable. Un líder joven, guapo y sonriente no garantiza el éxito, pero ayuda en un escenario político en el que la imagen (y la televisión) tiene una creciente influencia. En ese sentido, el PSOE ha ganado con Pedro Sánchez respecto a Alfredo Pérez Rubalcaba. Y tiene cierta ventaja en relación a Mariano Rajoy y su Gobierno, que llevan cuatro año exigiendo a los españoles sacrificios, ofreciéndoles (casi exclusivamente) noticias negativas y anclados en un discurso del 'no' con tintes ariscos desde la atalaya de su mayoría absoluta.
EN CONTRA
Liderazgo cuestionado. Pedro Sánchez es secretario general del PSOE porque Susana Díaz no quiso serlo. Pese a contar con el respaldo unánime de la cúpula del partido, la 'baronesa' evitó a última hora dar el paso tras la salida de Rubalcaba y prefirió esperar su momento. Bendecido por ella, Sánchez, un perfecto desconocido para la militancia y la opinión pública, se alzó con el poder en el partido aún conmocionado tras una nueva debacle en las europeas de 2014.
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Desde el primer día, un cierto halo de interinidad le ha rodeado: la sospecha de que permanecería en el cargo solo hasta que quisiese su mentora. Tras poner a su disposición la poderosa maquinaria del PSOE andaluz para que se impusiera a Eduardo Madina en las primarias, Susana Díaz ha escenificado un paulatino y acelerado alejamiento de Sanchez, a quien no ha dudado en desairar en público y en reconvenirle algunas de sus decisiones y mensajes. Todo ello ha contribuido a debilitar la imagen de un líder cuestionado de puertas adentro por sus patinazos, una supuesta falta que empaque y sus bandazos estratégicos y de discurso.
En su propia formación se admite, de forma más o menos explícita, que Sánchez sólo tiene una opción de mantenerse al frente del PSOE tras las elecciones: alcanzar La Moncloa. En caso contrario, será defenestrado. El reto se presenta harto complicado. Ninguna encuesta le atribuye una eventual victoria el 20 de diciembre. Algunas, incluso, le sitúan en tercero o cuarto lugar, por detrás de Ciudadanos e incluso de Podemos. Y muy lejos del peor resultado del partido en unas generales desde el inicio de la Transición: los 110 escaños de Rubalcaba en 2011.
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Rodeado de un equipo joven e inexperto, del que excluyó a pesos pesados con trayectoria y pedigrí en el PSOE en un intento de romper con el pasado, su futuro es abiertamente puesto en tela de juicio en amplios sectores del partido. Una sonrisa no basta para seducir al electorado.
Un partido en declive por la herencia de Zapatero. El PSOE se enfrenta a ese incierto panorama pese a la extrema debilidad del PP, de la que no consigue beneficiarse. Los socialistas aún están pagando la pesada herencia de Zapatero, que dejó el Gobierno con un país al borde del precipicio y tras quemarse políticamente a lo bonzo al desdecirse de todas sus promesas y aplicar drásticos recortes por exigencias de la UE. Aunque el mandato del PP -en especial, sus dos primeros años- ha coincidido con los momentos más duros de la recesión y los ajustes más severos, el imaginario colectivo no ha olvidado que la crisis se gestó -y se negó casi hasta el final- durante el último Ejecutivo del PSOE, que dejó el poder con una España al borde de la intervención y con un mayúsculo déficit, muy superior al declarado, tras años de derroche populista.
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Este recuerdo aún pesa como una losa sobre la credibilidad del PSOE, al que los partidos emergentes equiparan al PP como un representante de la «vieja política» que ha empobrecido a los ciudadanos.
Los sucesivos bandazos sobre Cataluña, la sombra de escándalos de corrupción -el de los EREs de Andalucía es el más importante de la historia en volumen de dinero defraudado- ante los que se ha comportado de una forma muy similar a la que le reprocha con razón al PP, la falta de cohesión interna y los discursos contradictorios en múltiples materias han hecho el resto.
Atacado por los dos flancos. En ese escenario, el PSOE es incapaz, según las encuestas, no sólo de superar a un PP extremadamente desgastado, sino que incluso ve amenazada la segunda posición. Los socialistas han sufrido en los últimos meses una sangría de votos por su izquierda, que ha engordado a Podemos, y empiezan a recibir mordiscos también por su flanco derecho desde Ciudadanos. Dos partidos jóvenes, emergentes, que explotan a fondo el hartazgo social con la crisis, la corrupción y la clase política tradicional; y que se presentan -desde posiciones ideológicas distintas- como los auténticos abanderados de un cambio real. Como los protagonistas de una nueva política, frente a la «vieja» en la que sitúan, sin distingos y en el mismo saco, al PSOE y al PP.
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