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Falangistas y católicos al rescate de los mineros
LA HUELGONA

Falangistas y católicos al rescate de los mineros

60 años de la huelga de 1962 ·

Al atardecer del 20 de febrero de 1949, un domingo de invierno, el cielo de Peñule se tiznó de tonos cárdenos, pero los parroquianos no repararon en tan insólito meteoro

RAMÓN GARCÍA PIÑEIRO / HISTORIADOR

Viernes, 1 de abril 2022, 18:40

Como tenían por costumbre, una decena se congregó en el chigre de Arsenio Moro Álvarez, donde solían apurar las últimas horas de las jornadas festivas. Ya oscurecido, en una mesa presidida por un porrón de vino, Longinos Yagüe, Buenaventura Diez, Germán el Portu y Adelino Álvarez Suárez, un falangista al apodaban 'El Macho', se enfrascaron en su cotidiana partida de tute. De improviso, pasadas las diez de la noche, un joven armado irrumpió en el local, encañonó con su escopeta a los jugadores de cartas y realizó dos disparos contra 'El Macho', que se desplomó de la silla al tiempo que gritaba «ay madre del alma que me mató». Ya en el suelo, lo remató con su pistola ametralladora y lo despojó del arma que siempre llevaba, una pistola del 9 largo. De inmediato, apuntó hacia Aduato Moro Álvarez, otro falangista presente en el local, que desesperadamente buscaba protección debajo de una mesa, y disparó contra él, infligiéndole graves heridas que le ocasionaron la muerte a las pocas horas. Desde el umbral de la puerta, la escena fue contemplada por otro hombre, quien empuñó sus propias armas, encañonó al resto de la clientela, ordenó que no se movieran y cubrió la retirada de su camarada. Antes de abandonar el chigre, entre vítores a la República y el comunismo, se identificaron como los guerrilleros Rubio y Quintana. La Guardia Civil supuso que con el doble crimen habían querido vengar la muerte de otros dos guerrilleros, Aladino y Osorio, acaecida el 25 de enero, pero las vidas de 'El Macho' y Aduato Moro fueron segadas por su implicación como falangistas de la Vieja Guardia de Figaredo en la persecución de sus familiares y apoyos.

Luis Vicente Moro, hijo de Aduato, que no había cumplido los nueve años cuando falleció su padre en el chigre de su tío, fue ascendiendo, desde entonces, en el escalafón del Frente de Juventudes, en el que se formó personal y políticamente. Antes de cumplir los 20 años, ejercía de profesor de Formación Política en el Colegio Auseva de los Hermanos Maristas de Oviedo, dirigía la escuela de mandos del Frente de Juventudes y desempeñaba la jefatura provincial de su servicio de Formación y Seminarios. Durante su segundo año como estudiante universitario también fue delegado de su curso, pero dimitió porque no pudo impedir que en abril de 1962 sus compañeros no asistieran a clase para protestar por el convenio subscrito entre el Gobierno y la Santa Sede, mediante el que se autorizaban y homologaban estudios universitarios promovidos por la Iglesia.

Una trayectoria paralela, pero por un cauce alternativo, fue recorrida por otro alumno de Derecho, José Ignacio Quintana, quien buscaba respuesta a sus inquietudes juveniles, tanto sociales como espirituales, en las filas de la JOC, el otro ámbito de socialización juvenil tolerado por el régimen. A finales de abril de 1962, deslumbrado por la entereza de los huelguistas y conmovido por las carencias que se detectaban en sus hogares, se encomendó a Rosendo Riesgo, sacerdote de Cáritas, para que le aconsejara cómo concretar el compromiso cristiano con los más desfavorecidos tantas veces invocado en las charlas de formación católica. El cura le comentó la experiencia de los comedores parroquiales y le animó a que tomara la iniciativa de recaudar fondos para sostener comedores y socorrer a las familias carentes de recursos, pero advirtiendo a cada donante de que todas las aportaciones se destinarían a fines cristianos y caritativos.

A veces, las actitudes más inexplicables solo adquieren congruencia vistas desde abajo

Fue así como Nacho Quintana, mediante el procedimiento de la cadena de colaboradores, y recabando aportaciones que oscilaban entre las 25 y las 50 pesetas, recaudó 11.500 pesetas. El 28 de abril abordó en el patio de la Facultad al falangista Luis Vicente Moro, y le propuso que distribuyera la cantidad recolectada en Peñule entre las familias más necesitadas, sin otra condición que reservar una partida para el coadjutor de Figaredo. El encargo fue cumplido por el falangista el 3 de mayo de 1962, fecha en la que se desplazó hasta Peñule, distribuyó los fondos entre los vecinos cuya situación consideró más apurada e hizo entrega al coadjutor de Figaredo de 3.900 pesetas para el sostenimiento del comedor parroquial.

Aunque se ampararan en el blindaje de la camisa azul y la sotana, iniciativas como esta solían acabar en las dependencias policiales. El joven falangista fue interrogado por un inspector de Policía, ante el que tuvo que identificar a todos los beneficiarios de las ayudas. A mediados de mayo, fue reprendido por el subjefe provincial del Movimiento, quien lo remitió a su superior, el gobernador civil, como medida «de subordinación a la Jerarquía». La máxima autoridad provincial no realizó ningún comentario sobre el componente humanitario de la iniciativa, pero amonestó al falangista por dejarse instrumentalizar por curas y democristianos para sus fines. Antes que la caridad, le reconvino, la tarea prioritaria que correspondía a los hombres del Movimiento no era otra que persuadir a los huelguistas de que se reintegraran al trabajo, no proporcionarles medios que les permitieran prolongar su resistencia.

Su gesto pone en cuestión las visiones simplistas que prevalecen de las movilizaciones sociales, en las que se delimitan fronteras y se encasilla a los actores dependiendo de la adscripción ideológica. Presuponemos que la conducta de las personas es congruente con su ideario, minusvalorando que hasta las identidades más sólidas no están exentas de contradicciones. Las vacilaciones de quienes, bajo el franquismo, iniciaron su proceso de concienciación social al amparo de la Iglesia, han sido glosadas en no pocas publicaciones. No fueron excepcionales los activistas procedentes del progresismo católico, como Ignacio Quintana, que, tras participar en experiencias como la descrita, fueron adquiriendo un compromiso activo con la causa del antifranquismo. Sin embargo, pocas veces se ha reparado en los sentimientos contradictorios y las lealtades entrecruzadas de quienes, habiendo sido educados en la verborrea falangista, se dieron de bruces con una realidad que no se compadecía con la huera retórica de los sueños imperiales. Luis Vicente Moro era hijo de un falangista de la vieja guardia, caído por España en combate con la guerrilla antifranquista, pero su padre también fue maquinista de extracción del pozo Santa Bárbara de Minas de Figaredo. Su tío Arsenio fue condenado a 15 años de cárcel por un tribunal militar franquista y un hermano de su madre contrajo la silicosis de forma prematura. Dada la idiosincrasia del contexto familiar y sociolaboral de procedencia, ¿sorprende que estas experiencias vitales interfirieran con el proceso de ideologización al que fue sometido en las organizaciones juveniles de Falange? Proponía Spinoza que se observaran las conductas «desde la perspectiva de la eternidad», pero, a veces, las actitudes más inexplicables solo adquieren congruencia vistas desde abajo.

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