Este periódico accede al corazón de la central nuclear, que afronta su momento más delicado ante su inminente desmantelamiento y la gestión de 2.505 elementos de combustible radiactivo
Jorge Barbó
Domingo, 5 de noviembre 2023, 00:32
Pavos reales. Al entrar en una central nuclear, es una de las últimas cosas que esperas encontrar. Pero ahí están. Uno se pregunta qué harán allí, si no serán la versión sofisticada de aquellos canarios que bajaban los mineros a las profundidades para detectar el grisú. Todo apunta a que, en realidad, fueron traídos como mero 'atrezo', para demostrar al personal más escéptico que una central nuclear no sería cosa tan peligrosa, si hasta un pájaro tan bello y delicado podía vivir allí sin problemas. El caso es que, más que encontrar pavos en Santa María de Garoña, al visitante le fascina la mera idea de cómo se pudo levantar ese gigante nuclear en lo más profundo del valle burgalés de Tobalina, a 80 kilómetros de Bilbao y a 40 de Vitoria. Cómo en la España de finales de los 60 se pudo obrar el prodigio de llevar hasta allí, por esas carrreteritas tortuosas que bordean el embalse de Sobrón, aquel reactor, a aquellas turbinas ciclópeas. Tuvo que ser lo más parecido a hacer pasar un elefante por el ojo de una aguja. 52 años después, esa mole será desmantelada, pieza a pieza, en un delicadísimo y también peligroso juego de Lego que ya ha comenzado.
Tras firmar varias autorizaciones, declaraciones responsables y documentos que dejan muy claro que este no es un lugar cualquiera, después de dejar atrás varios tornos y un riguroso control de seguridad, este periódico accede al complejo de la central de Santa María de Garoña, que se inauguró en 1971, en los estertores del desarrollismo con la tecnología más puntera para la época. Se mantuvo operativa hasta las 23.00 horas del 16 de diciembre de 2012, cuando su propietaria, Nuclenor –una sociedad participada al 50% por Iberdrola y Endesa– la desenganchó definitivamente de la red. Con sus 466 MW de potencia instalada, era, todavía es, la central más pequeña de toda España. Y aún así, producía cerca del 2% de toda la energía que se generaba en aquel momento.
Sin embargo, da la sensación de que aquí se congeló el tiempo mucho, pero que mucho antes de aquel 2012 en el que comenzó el fin de Garoña. Cada rincón respira una indudable estética setentera, algo soviética, que se refleja en detalles como los carteles, algunos vetustos aparatos que siguen todavía en uso y la decoración, más espartana que funcional, con un mobiliario de un diseño futurista ya pretérito.
Con todo y a pesar de las apariencias, no sería del todo exacto decir que esta es la misma central que se inauguró en el 71. A lo largo de los 42 años en los que estuvo operativa, se realizaron más de 2.500 modificaciones en las 'tripas' del diseño original de la planta y, según sus responsables, se sustituyeron «el 50% de sus componentes». Se ve que cambiar los sofás nunca fue una prioridad.
Salvo por algún portátil y un par pantallas de ordenador, la sala de control, el gran cerebro de Santa María de Garoña, tampoco ha cambiado mucho en estas décadas. Mantiene su indescifrable sistema de palancas, botones y lucecitas encastradas en un gran panel de un verde desvaído. La mayoría de sus funciones ya no están operativas, pero desde aquí se siguen controlando todos los complejos sistemas de seguridad y el circuito de refrigeración que permite proteger el reactor.
Quedan atrás escaleras y pasillos. Tras un pesado portón, una esclusa da acceso al edificio del núcleo, esa especie de cubo –prisma, en realidad– de hormigón gris que define la silueta de Garoña. Salvo los trabajadores autorizados, pocas personas han accedido en estos 52 años a este punto de la central, a su corazón que ahora late con las pulsaciones de un anciano terminal.
Para entrar aquí, el protocolo exige vestirse y calzarse con un EPI especial, con botas, casco, gafas, buzo y una especie de capuchón, muy parecido al escapulario del hábito de una monja. También es necesario llevar un dosímetro en todo momento. El dispositivo, que recuerda a un antiguo ‘busca’, está asociado al visitante mediante un código y mide la dosis (de ahí su nombre), el nivel de radiación al que se ve expuesto en cada instante.
El edificio, por el que se retuerce una maraña de tuberías, como en un ovillo de acero, tiene cuatro niveles. En el superior, a la derecha del núcleo, se encuentra la piscina de refrigeración, de 11,4 metros de profundidad, donde, sumergidos bajo el agua, se encuentra el combustible gastado que se ha utilizado en la central desde su entrada en servicio. Este es, sin duda, el punto más sensible del complejo, vigilado las 24 horas, 365 días al año por las cámaras del Organismo Internacional de Energía Atómica (IAEA, por su siglas en inglés).
Aquí, en esta piscina, tendrá lugar el mayor desafío al que se va a tener que enfrentar en los próximos meses (y años) el personal de Enresa, la empresa pública que va a pilotar los trabajos de desmantelamiento de Garoña y que ahora ostenta la titularidad de las instalaciones. Uno a uno, los especialistas deberán extraer los 2453 elementos de combustible (ya se han sacado 52) de 4 metros de altura y 270 kilos de peso cada uno. Es un proceso extremadamente complejo, delicado, seguro y, al mismo tiempo, en absoluto exento de peligros.
«Elemento», «combustible gastado»... Durante prácticamente toda la mañana en la que transcurrió este 'tour nuclear' por Garoña los responsables de cada zona del complejo tiraron de eufemismos para evitar utilizar la palabra uranio –mucho menos uranio enriquecido– como si se tratara del juego aquel del Tabú, en el que sonaba un pitido (meeec) al pronunciar la palabra prohibida. Pero, sí, obviamente, el combustible que utilizaba el reactor de agua ligera en ebullición, del tipo BWR-3 de la casa americana General Electric para más señas, era óxido de uranio enriquecido.
Para garantizar que no existe ningún tipo de riesgo de posible contaminación, al salir del edificio del núcleo el visitante debe pasar un pórticos de salida en los que se vuelve a comprobar el nivel de radiación. Son una especie de cámaras herméticas que recuerdan a uno de esos escáneres de cuerpo entero de algunos aeropuertos, incluso a una vetusta cabinas de bronceado. Ahí encerrado, tienes que extender los brazos e introducir las manos por unas cavidades. El proceso lo guía una locución de voz metálica que inicia una cuenta atrás: «5, 4, 3, 2, 1... ¡limpio!», se escucha. La palabra limpio no deja de resultar pelín inquietante.
A pesar de la atmósfera de absoluto control, de seguridad total llevada al extremo –por momentos, incluso a la paranoia–, resulta muy difícil obviar esa amenaza invisible, esa remota sensación de peligro con la que convivían los más de 600 operarios que trabajaban aquí cuando la planta funcionaba a pleno rendimiento. Ahora son menos de un tercio y para 2025 se espera que la plantilla alcance los 250 trabajadores. Y podrán llegar a los 400 en el momento álgido del desmantelamiento.
De momento, a comienzos del próximo año y en paralelo a la descontaminación de los circuitos radiológicos y al vaciado de la piscina, está previsto comenzar a reconvertir el actual edificio de turbinas en las dependencias auxiliares del desmantelamiento. La maquinaria de este gigantesco espacio, que recuerda un gran hangar, se desmontará y pasará a ser la zona de desclasificación de residuos.
Se calcula que durante el desmantelamiento se generarán 20.500 toneladas de 'escombros'. «Y hay que recordar que sólo el 80% de los que se van a generar durante el desmantelamiento son convencionales, solo el 20% son radiactivos», explica Manuel Ondaro, director del desmantelamiento de Garoña. En este espacio ya se han habilitado unos módulos que servirán de taller de corte confinado, para trocear materiales, que se medirán pedazo a pedazo, antes de desclasificarlos y procesarlos.
Antes de abandonar la zona con implicación radiológica de la central, el protocolo obliga a una nueva lectura del dosímetro –al finalizar la visita, la radiación registrada fue de 0,0– y a la limpieza del calzado en una especie de pediluvio con cepillos, agua y vapor. En el vestuario, donde se deposita el buzo y el resto de los elementos, un cartelón recuerda a los trabajadores la necesidad de lavarse las manos, que nunca está de más.
Cuando comience la fase del desmantelamiento de los edificios propiamente dicho, de la demolición. En contra de lo que se ha deslizado en alguna ocasión, no será una demolición convencional. No se producirá esa espectacular imagen de la voladura controlada del edificio, como, por ejemplo, ocurre en las centrales térmicas. La operación será de pura cirugía. La icónica chimenea, de 103 metros de altura –que, por cierto, nunca ha escupido ningún humo radioactivo: es simple vapor de agua–, se 'despiezará' a cachitos con sierras de hoja de diamante, de la boca a la base. Lo mismo ocurrirá con el edificio del núcleo y con el resto de edificaciones del complejo nuclear.
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