¿Y si el nuevo Gobierno decide empezar a gastar más?

Volver a aumentar el gasto de las administraciones públicas haría que la política fiscal pasara a ser «imprudente»

Diego Barceló Larran

Sábado, 23 de enero 2016, 00:31

El gasto no financiero (excluye el pago de intereses) del conjunto de administraciones públicas fue en 2015 de poco más de 427.000 millones de euros (¡1.170 millones por día!). Dicho nivel de gasto ha sido prácticamente igual en cada uno de los últimos cuatro años. Pese a que no hemos dejado de oír hablar de ellos, los recortes (que equivalieron a un 10% del gasto no financiero) se produjeron entre 2010 y 2012. La estrategia gradualista seguida por el Gobierno de Rajoy consistió, por tanto, en dejar el gasto congelado en su nivel de 2012 e ir cerrando el déficit fiscal con los mayores ingresos que irían generando el crecimiento de la economía, los aumentos de impuestos y la inflación. El déficit, que en 2011 fue de 96.100 millones de euros, disminuyó hasta los aún enormes 49.000 millones el año pasado. Eso equivale a 4,6% del PIB. De continuarse esa estrategia, el desequilibrio fiscal bajaría hasta poco más del 3% del PIB en 2016. Así, España sumaría nueve años consecutivos violando el tope de déficit establecido en el Pacto de Estabilidad y Crecimiento entre los países que compartimos el euro.

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Con esos antecedentes, a los que se suma una deuda pública equivalente al 100% del PIB, parece claro que el margen para aumentar el gasto público es nulo. Si la estrategia de los últimos años estuvo al filo de lo prudente, volver a aumentar el gasto de las administraciones públicas haría que la política fiscal pasara a ser «imprudente» o incluso «temeraria», según fuera la magnitud del aumento. ¿Qué pasaría si, pese a todo, el nuevo Gobierno decidiera aumentar otra vez el gasto público? En esencia, que cualquier potencial beneficio inicial en términos de actividad y empleo acabaría siendo más que compensado por los costes de una caída de la confianza. La magnitud de los mismos también dependería de la medida en que se incrementara el gasto público.

El beneficio del mayor gasto público sería un aumento inicial del consumo (por ejemplo, por subidas salariales a funcionarios y/o por el aumento de prestaciones sociales). Sin embargo, subir el gasto público en un contexto de deuda y déficit elevados llevaría de inmediato a un aumento de la prima de riesgo. Con ella crecerían los intereses que tiene que pagar el Estado por colocar sus títulos de deuda. A su vez, el mayor coste de la deuda pública haría subir el coste que pagan las empresas por financiarse. Así, los beneficios empresariales tenderían a caer y se postergarían proyectos de inversión.

Cuando las empresas frenan sus inversiones, el empleo también se debilita. Ese es el punto en el que la caída de la confianza entra en los hogares, que también comenzarían a tener una actitud más prudente y menos proclive a gastar. Si empresas y familias postergan decisiones de inversión y consumo, la actividad económica se modera, cosa que impacta negativamente en la recaudación de impuestos. Ahí es cuando «la pescadilla comienza a morderse la cola»: la recaudación tributaria sufre por la actividad más débil y el déficit fiscal, que primero creció por el aumento de gasto público, ahora crece también por la debilidad de los ingresos. Eso da inicio a la segunda vuelta: otra subida de la prima de riesgo, a partir de la cual se repite todo el proceso.

Ya sabemos lo que diría el Gobierno en ese caso: se atribuiría el efecto positivo del aumento del gasto público (el consumo) y culparía, por ejemplo, a los mercados, los bancos y la troika de los efectos negativos.

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Esta película ya la vimos. También la vieron, entre muchos otros, los argentinos con los Kirchner y, en una versión más dramática, los chilenos con Salvador Allende. Más cerca de España, la vieron los griegos, cuyos gobiernos creyeron que se podía vivir eternamente con déficit. El final, obviamente, es siempre el mismo. ¿Nos obligarán a verla otra vez?

Economista, director en Barceló y asociados @diebarcelo

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