Cualquier español con un mínimo de empatía tiene el corazón sobrecogido desde el pasado lunes. La DANA que ha arrasado todo el levante y se ha cebado con Valencia ha provocado una ola de dolor, de solidaridad y, por qué no decirlo, de rabia. ... Quien puede y quien quiere, aporta su granito de arena. Aunque sea en el otro continente.
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Fernando Alonso es uno de esos españoles que, desde lejos de casa, sintió el dolor de los valencianos. En su corazón siempre estará aquella victoria en 2012 en el ya desaparecido circuito urbano de la capital del Turia, y por eso su relación con aquella región es especial. No es casual que después del infernal Gran Premio de Brasil de este domingo se le agrietara la voz y se mordiera el labio mientras explicaba por qué no había tirado la toalla.
Uno de los factores que diferencian a Alonso de otros reyes del olimpo del deporte español es que sus victorias no se cuentan a pares. Hace ya mucho que ganar dejó de ser un objetivo, porque está muy lejos del alcance, y únicamente se busca la épica en las pequeñas cosas. Como ocurrió en las Termópilas con los espartanos, en Trafalgar con los marineros del Santísima Trinidad o de aquellos últimos de Filipinas, Alonso sabía mucho antes de que se diera la caótica salida en Interlagos que su batalla estaba más que perdida. Ya no tiene armas como las que le prestó Aston Martin el año pasado.
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David Sánchez de Castro
Pero mucho más allá de lo que pudiera apetecerle, nobleza obliga. Alonso vio cómo sus mecánicos hacían una labor titánica para prepararle el AMR24 de la mejor manera posible para que los milagros corriesen de su cuenta. No era fácil, pero en la clasificación demostró que él podía sacar más rédito del que la lógica apuntaba. El incidente que obligó a sus 'leprechauns' a trabajar más de lo debido debía ser respetado y honrado.
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Por eso Alonso, pese a verse último, no abandonó. Pese a que notaba un rebote que le estaba destrozando la espalda, no abandonó. Pese a que no iba a sumar nada, no abandonó. Alonso necesitaba demostrarle a sus mecánicos que él es uno de ellos, que está dispuesto a pelear incluso con la batalla más que perdida. Como esos voluntarios que, escoba en mano, se afanan por arrastrar el barro que ha destrozado a miles de familias en Valencia, Alonso necesitaba demostrar que él también podía ser parte de este objetivo, incluso aunque la riada de la realidad le inundase.
Pero Alonso, como cualquier deportista de élite, sabe que su figura trasciende lo que realmente pueda hacer. Hay muchos que consideran frívolo, y no les falta razón, dedicar atención al deporte mientras está cayendo la que está cayendo en una España rota y cada vez más dividida. ¿Qué le importa al vecino de Sedaví que tuvo que llamar a un amigo con una bomba de agua para recuperar sus enseres lo que hicieran Alonso, Norris, Verstappen o Sainz? ¿Eso le iba a quitar un ápice de dolor, un centímetro cúbico de barro o le iba a devolver a su ser querido desaparecido o fallecido? Ni mucho menos. Es absurdo darle importancia a las competiciones deportivas en estos momentos.
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Por eso Alonso no abandonó. Porque si de los miles de valencianos y voluntarios, héroes anónimos de los de verdad, había dos o tres que llevaban una camiseta de Aston Martin llena de barro, él debía responder por ellos. Si podía hacerles distraerse aunque fuera un instante de la pesadilla que les ha caído del cielo y que los responsables políticos han multiplicado, Alonso debía hacer algo, aunque fuera lo habitual, para decirles: estoy aquí. Porque más allá de sus donaciones y ayudas tangibles, que realizará de forma totalmente anónima como ha hecho otras veces, Alonso sabe que es una vía de escape. Es muy consciente de que su figura no es más que una distracción que, a veces, provoca momentos de alegría en hogares donde reina la tristeza y el dolor.
Porque él también debía reivindicarse como estandarte de España en un momento en el que, como demostró el Rey Felipe VI, hacen falta gestos de apoyo, inertes en lo físico pero vitales en lo anímico. Y si para que un español sonría hay que llenarse de barro, o destrozarse la espalda, bien vale el pequeño sacrificio.
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