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La Cruz de Linares es destino ciclista desde hace, más o menos, una década. Bien lo sabe Ángel Suárez, vecino de Linares de 88 años, que cada vez ve más aficionados pasar por delante de su casa, ubicada a poco más de un kilómetro de la línea que ayer cruzó en primera posición Remco Evenepoel para grabar su nombre con letras de oro en la primera ascensión a este puerto dentro de la Vuelta. «Alguno pasa todos los días, pero lo de hoy es exagerado, han venido muchísimos. Me gusta verlos por aquí y seguro que a partir de ahora vienen más», confía apoyado en su cayáu a las puertas de su vivienda.
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Él conoce bien el puerto, sabe que la subida que ayer realizaron los ciclistas en dos ocasiones es dura, aunque tiene descansos, y que el descenso por la cara opuesta es «peligroso». Pero para muchos de los que se acercaron ayer a La Cruz de Linares fue su primera vez, una grata sorpresa en todos los casos. «Venimos de Moreda. No conocíamos el puerto por este lado y la verdad es que es muy guapo, se sube bien, tiene zonas duras con descansos y unas grandes vistas», describió Diego Rodríguez, uno más de los muchos aficionados a las dos ruedas que ayer se acercaron a conocer una cumbre inédita hasta entonces en la Vuelta. «Lo tenemos a la puerta de casa y está bien. Es un puerto para volver», abundó Darío Martínez, integrante de la Samuel Sánchez MMR Cycling Academy, que ayer acudió junto a sus compañeros a vibrar con la Vuelta.
La etapa de ayer poco tenía que ver con la de L'Angliru. La pared de Riosa ya se ha ganado un nombre entre la afición y los devotos del ciclismo que acuden a ver sufrir a los corredores se cuentan por miles. Pero la subida a La Cruz de Linares contaba ayer con otros puntos a favor para hacerse un sitio en el calendario ciclista, como el hecho de que se hiciera dos veces y que antes hubiera que salvar otras cumbres como el puerto de San Lorenzo. Marcos y Antón Viña, padre e hijo, se decantaron por esta etapa precisamente porque iban a poder ver a las estrellas de la bici dos veces. «Venimos de La Coruña. Él se ha perdido de un día de escuela, pero seguro que no le importa. Y al maestro tampoco», bromea Marcos Viña.
La percepción del puerto de padre e hijo difiere. Ambos vestidos con maillot rojo, la experiencia de la ascensión ha sido diametralmente opuesta. «Es un puerto duro, porque yo soy un paquete, pero él ni sudó», dice en referencia a su hijo de once años, campeón de Galicia de duatlón y que, al paso de los corredores, tenía un brillo especial en los ojos. «Algún día me gustaría competir en una carrera como esta», desvela un joven ciclista que ayer se llevó a casa varios trofeos en forma de botes de hidratación de los profesionales.
La jornada acompañó a todos los que decidieron seguir la segunda y última etapa asturiana de la Vuelta. Día soleado, sin excesivo calor, y un gran ambiente en la carretera. Ya antes de llegar a Proaza, las cunetas estaban atestadas de caravanas y coches, y la carretera era un hervidero de aficionados emulando parte del trazado de los profesionales. El trayecto hasta la cima dejaba imágenes de esfuerzo, pero también de alivio y, sobre todo, de alegría cuando llegaban a la cima. Muchos decidieron quedarse ahí, en un prau con una pequeña elevación ideal para ver el final de etapa.
Otros muchos se lanzaron a las cunetas de los últimos kilómetros de la carrera para ver de cerca, sin vallas, a sus ídolos. Una de ellas fue Cristina Sánchez, «fan a tope» del ciclismo y que portaba una pancarta que se ha convertido en famosa y dedicada a Marco Pantani, gran escalador ya fallecido. «También la llevamos al Tour. Es una forma de que no le olviden».
Quienes seguro que no olvidarán el día de ayer, la visita de la Vuelta, son Ángel Suárez, que espera poder charlar con más ciclistas a la puerta de su casa, y Antón Viña, que hoy volverá a clase tras haber guardado sus trofeos a buen recaudo y con la idea en la cabeza de poder ser él quien un día cruce la meta de La Cruz de Linares en la Vuelta en primera posición.
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