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XUAN BELLO
Domingo, 3 de abril 2022, 01:43
Hay ciudades con raíces que, sin embargo, parecen como aquellas de Italo Calvino prendidas por las chinchetas del ideal en el mapa de los sueños. ... Ciudades que se transforman, que rejuvenecen mientras envejecen, ciudades que te llaman con una voz cordial y misteriosa. Para mí, Bilbao es una de ellas. Hoy escribo un poco a la trágala desde aquí, con las ventanas abiertas a la plaza Indautxu, intentando reflejar este cielo cambiante de abril.
Se celebra el Gutun Zuria de Bilbao, un festival internacional de las letras, y me han pedido que hable de estas cosas de las que hablamos los escritores ante un puñado de lectores. Tengo cierto desvelo por el Poex, en Xixón, que tan bien conduce Jaime Priede de la Huerta, y, aunque salgo muy temprano de aquí, y aún tengo esperanza de llegar por los pelos al homenaje de Xosé Bolado, consulto taxis, horarios. A algunos que han nacido como yo para viajeros se les da bastante mal eso de ser viajantes.
Ahora estoy en Bilbao, miro los cielos cambiantes. Hay ciudades que tienen raíces porque han sido escritas y soñadas. Se lo digo a Yolanda Castaño, que me acompaña en la conferencia de la tarde; se lo repito a Kirmen Uribe, que ha pasado a vernos; me lo dice a mí Jon Kortazar, que se debate entre quedarse e irse. Los responsables políticos del turismo, una fuente de ingresos importantísima para cualquier ciudad o cualquier país, deberían de tener muy en cuenta a la literatura y a los escritores. Una ciudad o una región de la que no se escribe, por propios y ajenos, ni es una ciudad ni es una región. Entenderán este punto mío de exageración: París es París porque la escribieron Victor Hugo, Paul Verlaine, Paul Celan y Julio Cortazar. Por lo menos, si estos escritores no hubiesen escrito sobre ella, París sería una ciudad distinta por mucha Torre Eiffel y mucho río Sena que tuviese.
También Bilbao. El Bilbao de Unamuno en el que se contenía, un poco brusco, el universo entero; el Bilbao de Gabriel Aresti, un pozo de sombras junto al puerto donde dos obreros maldicen, uno en castellano y otro en vasco; el Bilbao de Bernardo Atxaga, con sus palomas equilibristas y sus nubes inyectadas en zumo de naranja; el Bilbao de Blas de Otero, ahumado de curas, con sus helechos deshechos en llanto.
Me gusta Bilbao, me gusta la humanidad de sus edificios y de sus plazas. De aquel Bilbao que conocí en la adolescencia apenas queda nada, pero, de alguna manera, han sido capaces de reinventarse para que no desapareciese aquella campechanía contagiosa.
Como Josep Pla cuando llegó a Nueva York, esta mañana me he preguntado, al entrar en el Azkuna Zentroa, la antigua Alhóndiga de Bilbao: «Y todo esto, ¿quién lo paga?». Porque aquí, estratégicamente, se ha invertido en cultura de tal manera y en cantidades tan copiosas que Bilbao, aquel Vinogrado de los poemas de Jon Juaristi, se ha convertido en una ciudad europea donde se cruzan, por placer, todos los caminos del mundo.
Si tiempo tengo, si consigo arañar unas horas a mis quehaceres, pasaré por la plaza Nueva, paraíso de los buscadores de libros viejos y antiguallas varias. Allí veré a familias intercambiándose cromos, a personas que disfrutan y se ríen un poco del mal tiempo que nos ha tocado.
«Entre Soledad y Sendeja / va Esperanza temblando». ¿Eran así los versos de Aresti? Así me los dicta la memoria. Es cierto que entre la calle Soledad y la calle Sendeja está la callejuela Esperanza. Esos versos se interpretaron en los años sesenta del pasado siglo como una alegoría de la larga noche de piedra, una denuncia de la dictadura. Pero en la calle Esperanza vivía Esperanza, una chica a la que amaba Gabriel Aresti.
Todas las ciudades son muchas. A mí las que me gustan son esas que configuran un laberinto que, como la vida, uno no quiere abandonar.
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