AZAHARA VILLACORTA
Domingo, 7 de julio 2019, 01:16
Emilio Sagi cree que es mejor no vestir de amarillo en un escenario, que no se debe silbar sobre las tablas y que, si se cae una partitura al suelo, hay que pisarla. Pero, sobre todo, este hombre que ha triunfado y sigue triunfando ... en los teatros de todo el planeta (tiene fechas en rojo en la agenda hasta 2023) cree en «la fuerza del destino», que hizo que cambiase la labor docente (impartió clases de inglés tras doctorarse en Filología) por la música hasta llegar a convertirse en unos de los directores de escena más prestigiosos del mundo. Y, aún así, seguir empadronado en Oviedo, donde vive su hermana, donde conserva a sus íntimos y donde está la casa familiar.
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«El teatro es mi vida», confiesa este ovetense universal que ya es historia viva de la ópera y la zarzuela y que también concede que, además del fatum, resultó determinante la tradición musical que respiró, porque tanto su abuelo (de quien heredó el nombre) como su tío fueron afamados barítonos y porque él mismo atravesó por primera vez las puertas del Campoamor cuando tenía seis años para ver 'Norma' junto a sus padres.
Fue «desde delantera de anfiteatro» y salió mal: «Antes de ir, me había leído el argumento y lo único que me interesaba era ver cómo quemaban a Norma sin quemarla de verdad. Y resulta que, en vez de quemarla, la sacaban del escenario. Me llevé una decepción tremenda», sonríe.
Era la evidencia -cuenta- de por dónde habrían de ir sus pasos. «Normalito nunca fui. Desde pequeño, me gustaban cosas que eran diferentes, creativas. Y, además, siempre me importó un bledo el qué dirán. Hice lo que me dio la gana. Hasta hoy».
Se refiere Sagi a que, por ejemplo, durante sus años de estudiante, formó parte del Laboratorio de Danza Universitario. «Como comprenderás, con Franco todavía vivo, ponerte a hacer ballet...». O a que, tras doctorarse, se trasladaría a Londres para estudiar Musicología antes de debutar en el gran coliseo ovetense en 1980 con 'La Traviata'. Y, de ahí, a dirigir el Teatro de la Zarzuela. Y después el Real. Y, al final, el Arriaga.
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Aquellos años de juventud fueron años «de excesos». Porque aunque a los 70 (que no aparenta) ha echado el freno, Sagi ha sido un noctámbulo empedernido al que lo mismo se podía ver rodeado de la 'gauche divine' ovetense (amigos como Pepa Ojanguren, María José Olay o Luis Antonio Suárez) en la Santa Sebe poniendo copas, cantando la canción del 'Colacao' o imitando a Luis Mariano (existen vídeos que lo prueban) que alternando en Londres con Tino Casal que exprimiendo el Madrid de la Movida: «¡Cuántas veces llegué al Teatro de la Zarzuela sin dormir! Ibas a un local a la una de la mañana, a otro a las tres, a las cinco a un after y, por la mañana, al Rastro. Fuimos los reyes de la noche». Y, desde luego, «nada de madrugar»: «Por las mañanas, soy vago, así que en todos los teatros pido ensayar siempre por la tarde y me lo suelen respetar. Incluso en La Scala. Y eso que pensé que allí no me iban a dejar, pero me dijeron: 'Ah, sí, maestro, lo que quiera'», se ríe, y se le nota que se siente «muy afortunado».
«Hombre, tengo dolores como haber perdido a personas que adoraba. Perdí a mi pareja de toda la vida a causa de un cáncer y fue muy doloroso, pero le toca a mucha gente», dice, y es el único momento en el que una sombra se cruza por su cara.
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Así que, «en ese ambiente progresista» en el que ha vivido siempre, nunca pensó en encerrarse: «Nunca salí del armario porque nunca entré».
Pero, como sabe que «todavía hay mucho que hacer en el terreno de los derechos LGTBI y contra la violencia machista», reclama mucho más que unos bancos arcoiris en La Escandalera, «que muchas de las señoras que se sientan en ellos no saben ni lo que significan». Pide símbolos enormes y políticas reales: «Yo trabajo en San Francisco un año sí y otro también y no veo ningún banco gay. Eso sí: cuando entras en Castro, el barrio homosexual por excelencia, hay una bandera del tamaño del Campoamor».
«Coqueto, amante de los potingues y la ropa y un poco divo, porque para dedicarse a esto hay que serlo y porque hay gente que va a la ópera con la escopeta cargada», incluso es capaz de reírse de sí mismo: «Podemos dar en folclórico. Lo pienso las veces en las que me invitan a una cena maravillosa llena de matrimonios al uso y, de repente, estoy yo con mi marido y siempre le digo: 'Somos las folclóricas del grupo'».
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Junto a él -flautista de la Orquesta Sinfónica de Alicante-, descansará este verano entre la casa de campo que tiene en La Vera (Cáceres), en la que casi siempre suena música pop y rock, y en el piso frente al Mediterráneo que comparten cuando no viaja, que es casi siempre, «lo cual está muy bien para no caer en la rutina». Pero no quiere el maestro al que aún le cuesta dormir el día del estreno («por la adrenalina») despedirse sin la última llamada: «El Campoamor merece tener un director o directora, un hombre o una mujer de teatro, porque es una anomalía que se dirija desde la política y hay mucha gente con un talento impresionante aquí, sin falta de irse muy lejos».
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