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ARANTZA MARGOLLES
Domingo, 6 de octubre 2019, 01:32
El periódico, madrileño, se llamaba 'El Enano' y se autodefinía como picante, burlón y pendenciero, «que escribe de cuanto Dios crió, menos de política, que ni por el forro la conoce, y de religión, que es materia delicada». Y allá por noviembre de 1854, recién cumplidos los 24 años por la reina Isabel, andaba 'El Enano' en colaboración con lingüistas doquiera el mapa para mostrar a sus lectores las distintas hablas del país. ¿Qué mejor forma de presentar el «bable asturiano» que con un poema de laude a la joven reina? Leamos algunos versos: «Llonisu, amigu, / de lla Sabel / ena qu'ell reinu / tudu ablucadu / tudu esteladu / llos güeyos fillos / ya tiempu tien / porque ye neña / qu'a facer bien / diz que ñazgo / allá en Madrid / d'una muyer / que tamién fexho / non muncha ya, / daqué de bien».
El curioso poema, independientemente de su calidad literaria, había sido recogido por un lingüista catalán, Mariano de Cubí i Soler. Y el idioma, del que Cubí i Soler aseguraba que usaban «la generalidad de personas incultas», merecía el nombre de «bable» porque la propia palabra, onomatopéyica, remitía a los balbuceos de los infantes: ba, ba, ble, ble. «Confirma la verdad de esta etimolojía (sic) el hecho de que babayu, babayada, significan en asturiano tonto, tontería». Bien pudo ser el propio Cubí i Soler quien escribiera el suelto que antecedía al poemita antedicho en 'El Enano', a tenor de lo que en él se dice y que no dejaba en ningún buen lugar a los «montañeses», porque de tal forma solía llamarse a asturianos y a cántabros: «...tal como en el día se habla en las montañas cercanas a Oviedo y Jijón (sic) por los rústicos patanes, pues las personas cultas hablan exclusivamente el castellano».
Si semejante afirmación no se encuentra en los otros ejemplares de 'El Enano' dedicados a otras lenguas, eso no es casual. «Erupto asturiano», leemos en un texto satírico de «El Correo de Madrid», en 1784; dos años después, José de Cañizares escribió en forma de teatro las desventuras de Laín de Cascaxares, asturiano montañés «estrafalario, vano y mezquino». Otro poema, en 'El Correo de Madrid', en 1787: «¿Y en fin qué te importa a ti / que venda un papel caro / quando por mudar un cofre / se da más a un asturiano?». 1789, en el 'Diario de Madrid', uno de tantos anuncios: «Un asturiano de edad de 25 años que sabe escribir, peinar y afeitar solicita su acomodo, y darán razón de él en la calle de las Carretas número 39, cuarto último». Por aquel entonces, en la Villa y Corte, los asturianos eran, en la inmensa mayoría de los casos, criados, aguadores, serenos, quizás taberneros; hacían remedios o apaños por cuatro perras y hablaban, además, un habla ininteligible, aunque no lo suficiente como para ser diferencial, para los madrileños.
Eran, en fin, rústicos patanes. Y el resto es historia, y el poema sigue. «Lla paz agora / diz que ha danos» -España estaba inmersa en las luchas intestinas entre isabelinos y carlistas, a punto de alzarse militarmente los segundos- «diz que ha fer / caminos munchos» -comenzaba a proyectarse el ferrocarril- «pontes dalgunes / de lleyes sabies / un llibru enteru, /bonos alcaldes, / xhoezes sabiondos, / mandones pocos / y corties pagues». Menos de medio siglo antes, en 1807, la obra cómica 'El asturiano en Madrid' reventó en público en el Coliseo de la Cruz, produciendo beneficios de cuatro mil quinientos reales en una sola noche. Sus principales personajes eran, entre otros, «un asturiano cerril, como él mismo se llama; observador astuto y marido juicioso y prudente; su mujer, tonta hasta dejárselo de sobra; aún otro mentecato, y es el sobrino del asturiano, un procurador petardista».
No fue la única obra de corte facilón y humor soez que corrió por aquel entonces en la capital del Reino, que acogía a tantos asturianos sin dejar de considerarlos, en el fondo, incultos forasteros. La procedencia ilustró el tópico, aunque era la pobreza quien lo generase. Leemos, y sería para estar haciéndolo durante meses a tenor de la cantidad de chistes publicados sobre los confusos montañeses en Madrid, que en 1807 corrió por Madrid un chiste que narraba cómo un torpe criado asturiano, desnudando a su señor, un ex militar mellado y lleno de prótesis, había creído que se le caía la cabeza al quitarse, en último lugar, la peluca. «¡Quitósela, quitósela!», narra en la 'Biblioteca periódica de prensa' un autor anónimo que iba gritando el montañés, de balbuceo en balbuceo, como alma que lleva el diablo, por las calles de Madrid. Sencillos, crédulos e ignorantes. Así éramos. O así, más bien, nos creían.
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