Una realidad encajada dentro de otra realidad; formas híbridas, cuánticas, en las que el azar y el determinismo se enredan. La ficción, lo real, y de repente, su transfiguración, esas formas que se supone deben ser reconocidas con tranquilidad, pero en las que comienza a ... haber una incoherencia, una anomalía que deviene en perplejidad. Es el universo literario de Paul Auster, Y una apuesta muy consciente por entrar en las grandes ligas americanas, junto a su querido Stephen Crane.
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Auster era un escritor de Nueva York. Afrancesado (traductor de Mallarmé, Michaux, Breton…), pero de Nueva York, y eso tiene caché, pero también un montante que pagar: hay que medirse con William Gaddis, Philip Roth o Norman Mailer. También era un fumador impenitente, que pasó del Gitanes existencialista al tabaco de Sumatra, que posiblemente le tatuase los pulmones con la fecha de su muerte. Como escritor de Nueva York levantó su «fortaleza de la soledad» en Park Slope, un barrio de casas browstone por el que todos los escritores que hemos visitado la ciudad nos hemos dado un garbeo, por si nos topábamos con él, igual que todo escritor que va a Maine se da un paseo por la casa de Stephen King, a ver si lo ve sacar el perro. Paul Auster era consciente por el magisterio de Jean Cocteau que el siglo XX está podrido de literatura, pero también recuerda que el francés afirma que una obra maestra lo transforma todo. A ello se aplica desde Brooklyn, como un griot gringo, y nos lanza 'La trilogía de Nueva York', una declaración de intenciones: noir, metaliteratura, existencialismo, dualidades, historias que se ensartan en historias y que se desarrollan en la conciencia de la extrañeza del mundo.
El acmé de Paul Auster fue los noventa. Y si Ambrose Bierce acierta cuando afirmaba con mala leche que el éxito es lo único que nuestros amigos no nos perdonarán, es la década es que Auster se queda solo, pues se convierte prácticamente en una estrella del rock. Es la época de ese cuento gótico, 'La música del azar' (1991), de 'Leviatán' (1993), de 'Mr. Vértigo' (1995), de 'Tombuctú' (1999). Es la época en que recibe la bendición papal de 'The New York Times'. La época en que escribe el cuento que más tarde se convertirá en la película 'Smoke' (Wayne Wang, 1995), en la que Harvey Keitel, instalado en su tienda de cigarros de la esquina de la calle 16 con Prospect Park West, nos cuenta sus historias alucinadas.
La literatura de Paul Auster entrará en el siglo XXI apurando su veta metafísica con títulos como 'El libro de las ilusiones' (2002), 'Brooklyn Follies' (2005) o 'Un hombre en la oscuridad' (2008), pero ya se empiezan a configurar las nuevas rutas, una matrioska que a medida que se hace pequeña, se acerca a la semilla, volviéndose hacia el interior, el memorialismo y la nostalgia, quizás de un mundo menos violento, quizás más inocente, si eso existió alguna vez. Comienzan a aparecer textos íntimos como 'Diario de invierno' (2012) o 'Informe del interior' (2013), hasta el epítome que puede ser la novela '4 3 2 1' (2017), un bildungsroman sobre un protagonista que vive cuatro vidas a través de la historia contemporánea de Estados Unidos.
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En ese proceso de envejecimiento, los escritores también tendemos a estudiar los mecanismos que, hasta ese momento, hemos utilizado por instinto, o desentrañar a los escritores y las técnicas que nos han nutrido. En esta categoría se hallan 'Experimentos con la verdad' (2001), o 'La llama inmortal de Stephen Crane' (2021), Crane es un autor que requiere una lectura lenta y concienzuda, frase a frase, con breves pausas entre una y otra para digerir la plena trascendencia de su contenido. La prosa puede resultar entrecortada e inconexa, un estilo imprevisible que, más que encantar, hace mella y llega hondo…
Según Paul Auster, nada sale como habías planeado, y si quieres hacer reír a Dios, sólo tienes que contarle tus planes. La vida es impredecible, debemos rehacer constantemente nuestras estrategias, y en esos planes de supervivencia entra el cine, que es una enfermedad, y el único antídoto es más cine. Sucede lo mismo con la literatura, y lo único que podía curar a Paul Auster era más literatura, la luz que desprende, esa luz a la que se refería Thomas Jefferson en su famosa carta de 1813 sobre el conocimiento: «Aquel que recibe de mí una idea, recibe instrucción sin disminuir la mía; aquel que enciende su vela con la mía, recibe luz sin que yo quede a oscuras».
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