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Luciano Pavarotti, en una imagen característica. E. C.
Pavarotti, el legado de una voz irrepetible

Pavarotti, el legado de una voz irrepetible

Transcurrida una década desde su muerte, los problemas que enturbiaron sus últimos años están olvidados

CÉSAR COCA

Domingo, 27 de agosto 2017, 11:25

Diez años después de su muerte, apenas nadie recuerda el escándalo de la evasión fiscal, que solo se cerró por la prescripción del delito debida a un cambio de la ley. Ni la bronca con su esposa cuando la dejó para marcharse con su secretaria, 34 años más joven. Ni los juicios destemplados de algunos críticos, que hicieron leña del árbol ya inclinado de su decadencia vocal y su tendencia a dejarse acompañar por figuras del pop que lo alejaban de la lírica. Lo que se recuerda hoy de Luciano Pavarotti (Módena, 1935-2007) es su enorme carisma, la maravillosa voz de sus mejores años -de mediados de los setenta a finales de los ochenta-, su simpatía en escena y su capacidad para hacer que un público completamente ajeno a la ópera se supiera de memoria algunas de las arias que cantaba en sus recitales. El tenor de Módena conquistó algunos récords que, si bien por sí mismos no reflejan la calidad de sus mejores trabajos, hablan mucho de su éxito. Tardará mucho en existir otro como él. Quizá no lo haya nunca.

Pavarotti encarnaba a la perfección el mito del artista que nace en el seno de una familia humilde y gracias a su talento y a algunos toques de la fortuna llega a lo más alto. Era hijo de un panadero apasionado de la ópera, algo nada extraño en un país en el que la lírica es casi una religión, y vivió toda su infancia rodeado de mujeres porque los hombres estaban en la guerra. Hasta compartió nodriza con Mirella Freni, con quien luego se subiría al escenario en multitud de ocasiones. Antes de su debut -con el rol de Rodolfo en 'La Bohème', a los 25 años- había trabajado como panadero, vendedor de seguros y, por extraño que ahora pueda parecer, profesor de gimnasia. El tenor era entonces un tipo alto, fuerte y muy aficionado al fútbol.

Sus comienzos en la lírica no fueron fáciles. Cantaba en un coro, ganó un concurso local, subió a un buen puñado de escenarios en Italia, pero los años iban pasando y no conseguía destacar. Incluso había obtenido buenas críticas en Europa y debutado en algunos coliseos líricos de relieve. Nada de ello parecía servir para ser algo más que un buen cantante, uno más entre las decenas que recorrían el mundo. Y en un momento en que para un artista lírico era esencial disponer de un disco con éxito, Pavarotti no había atraído aún la atención de ningún sello. La suerte llegó vestida de gran dama de la ópera: Joan Sutherland descubrió su talento y quedó prendada de su simpatía. Y también de su estatura, porque estaba harta de cantar junto a tenores más bajos que ella, y en cambio con el de Módena hacía una estupenda pareja. Fue la soprano australiana quien presionó a su sello discográfico para que le diera una oportunidad.

Empieza la leyenda

Se la dieron, en efecto, aunque modesta: un disco sencillo, de los de 45 revoluciones por minuto, con un par de arias. Las ventas fueron mínimas. El responsable de prensa de Decca no sabía qué hacer para conseguir publicidad para el mismo y entonces, aprovechando que Pavarotti estaba en Nueva York para cantar 'La fille du régiment' en el Metropolitan, invitó a un grupo de periodistas a uno de los ensayos. Lo que vieron es ya historia de la Ópera: ante sus atónitos ojos (y oídos), el tenor dio sin esfuerzo aparente nueve 'do' de pecho. Al día siguiente, Pavarotti salía en la primera página de 'The New York Times'. Empezaba la leyenda.

A partir de ahí, Pavarotti era sinónimo de éxito arrollador. Solo cinco años después, tras intervenir en el programa de TV de Johnny Carson, recibió 200.000 cartas de admiradores. Es el primero de sus récords, pero hubo muchos más. Llegó a tener de forma simultánea ocho discos en la lista de los 40 de más éxito de 'Billboard', recibió una ovación de 67 minutos en Berlín mientras el telón se alzaba 165 veces -veinte años más tarde lo superaría Plácido Domingo- y dio un recital en Hyde Park para 150.000 personas que esperaron horas bajo un intenso aguacero para poder escucharle. Vendió en vida más de cien millones de discos y acumuló una gran fortuna, evaluada de forma conservadora en no menos de 150 millones de dólares en 1996, cuando se produjo su divorcio. Y se codeó con famosos de toda condición, incluidos políticos y personajes de la aristocracia, de Lady Di al Dalai Lama.

Jovial siempre ante el público -aunque quienes trabajaron con él aseguran que su simpatía no era tal cuando se apagaban los focos o no había cámaras delante-, no tuvo empacho en reconocer que su formación musical era escasa y se cuidó mucho de no abordar papeles muy atractivos pero en los que podía tener dificultades. En realidad, su repertorio operístico era bastante corto: algunos títulos de Verdi, Puccini, Donizetti, Bellini... y no mucho más. Tampoco lo necesitaba porque con esas obras enamoraba al público. En los últimos años de su carrera se prodigó en recitales acompañado de grupos y solistas del mundo del pop más comercial. Para entonces, ya estaba en la cuesta abajo de su carrera. Murió a consecuencia de un cáncer de páncreas el 6 de septiembre de 2007 y esa voz irrepetible, recogida en más de un centenar de discos, es su gran legado.

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