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M. F. ANTUÑA
GIJÓN.
Domingo, 14 de marzo 2021, 03:00
Un martes 23 de marzo de 1852 a las ocho de la mañana salía de Oviedo una diligencia con destino final en Madrid. Tenía parada ... en Mieres, llegó a León el día 24 a las 3 de la tarde, el 26 a las once de la mañana estaba en Valladolid y el 27, a las cuatro de la tarde, arribaba en la capital. Cuatro días y medio, parando solo para cambiar los tiros de los caballos y comer algo, pero sin tiempo de descanso establecido para dormir. Así era un viaje a Madrid en diligencia, esas mismas que estamos hartos de ver en las películas del lejano Oeste, fueron una realidad cercana, aunque solo al alcance de clases pudientes, en el siglo XIX, antes de que el ferrocarril lo cambiara todo y popularizara y democratizara los viajes.
No se sabe demasiado sobre cómo fueron esos servicios de diligencia que llegaron a España después de la guerra contra los franceses, allá por 1813, cuando el primero de ellos se estableció en Cataluña. Es un periodo poco investigado y por eso en el Museo del Ferrocarril están felices y contentos con el regalo que les acaba de llegar y que les permitirá conocer más a fondo cómo eran aquellos viajes interminables. La productora Bambú, que rodó en Candás y Luarca algunas escenas de la serie para Amazon Prime 'Un asunto privado', recabó el asesoramiento del museo para darle a las estaciones de tren el auténtico aspecto que debían tener en el momento en el que se desarrolla la acción, entorno a los años treinta o cuarenta del siglo pasado, y como quiera que el equipamiento cultural no tiene establecidas tarifas para estas tareas, nada se les cobró. Su respuesta, adquirir 16 hojas de cargo de la compañía maragata Diligencias del Poniente de España en un anticuario gallego para donarlas al museo.
Ya está en sus manos, pero todavía no ha dado tiempo a investigar a fondo estos grandes cuadernos de cuatro páginas con el «nombre de los viageros», el «equipage» que portan, lo que pagan por sus billetes, los tiempos de ruta. «Poca gente sabe de esta época de las diligencias», introduce Javier Fernández, director del museo, que relata cómo hasta el siglo XVIII a Asturias no se podía llegar en carro, solo a lomos de una mula o caminando. «Cuando la situación de las carreteras va mejorando, siguiendo el modelo británico y también el francés, se ponen en marcha servicios públicos por carretera», relata Fernández, que apunta que el ferrocarril puso el final a esta actividad que estaba absolutamente organizada. «Eran compañías como las actuales de autobuses, muchas estaban formadas por antiguos arrieros. Esta de la que tenemos documentación era de maragatos y tenían la línea entre Madrid y La Coruña, pero había establecido un ramal, una hijuela, en León que venía hasta Oviedo», explica.
Quedaban atrás aquellos tiempos de ajustar con el arriero para llegar a algún lugar. Aquí los viajeros tenían su billete, facturaban digamos su equipaje, había horarios establecidos (llegó a haber servicios diarios con Madrid) y todo estaba anotado y registrado de manera meticulosa. Esos vehículos tirados por caballos tenían diferentes capacidades, que podían ir entre 12 y 24 personas, y había clases. «La más cara era la berlina, que iba justo detrás del postillón, con vistas a la carretera, aunque en realidad eran vistas al culo de los caballos; después estaba la segunda berlina, justo detrás, y la tercera clase era la rotonda, la parte que más se movía; había también una clase que se llamaba imperial que era prácticamente ir en la baca», revela Javier Fernández mientras escrudiña y lee las anotaciones de las hojas. Lo más caro, la berlina, 180 reales hasta Madrid, o sea, 45 pesetas, que entonces aún no existían, o 27 céntimos de euro, un auténtico dineral. «Los nombres de los viajeros, que los queremos investigar, vienen todos con su don, son gente de posibles, entonces el populacho no viajaba y los que eran muy ricos tenían su propio vehículo».
El viaje era tedioso. Tanto que incluso en una de las hojas se relata cómo Dolores López Carbajal en Oviedo cambió a la berlina de primera y pagó la diferencia y el exceso de equipaje. Que esa es otra, como hoy en los aviones, si pesaba más de la cuenta, se pagaba. Eso le pasó a Loreto Molina, que ocupaba supuestamente con su séquito las dos primeras berlinas y llevaba «dos cajones, dos baúles, un saco, otros dos cajoncitos y otros dos grandes». Ahí es nada. También había un servicio de paquetería con precios estipulados. Incluso se daban casos en que las diligencias viajaban sin pasajeros solo cargando envíos.
Una vez en ruta, comenzaba la odisea. Porque además conviene recordar que aquella era época de bandoleros y los viajes no estaban libres de asaltos a golpe de trabuco. Y si bien los equipajes estaban asegurados por las compañías, si se producía un asalto, entonces no, el seguro ya no se hacía cargo. «Aquí hubo muchos asaltos en el Padrún, solían hacerse en tramos con curvas de los que se podía escapar rápido y en los que la diligencia iba casi parada», relata Nuria Vila. En aquello del bandolerismo de la época estaban conchabados todos, hasta los justicias de los pueblos, para hacerse con el botín de aquellos privilegiados que podían viajar hasta Madrid.
Tal era la peligrosidad que incluso algunas diligencias se acompañaban de escolta, e incluso se sabe que el mayoral tenía licencia para llevar armas y no era raro tener el puñal siempre a mano. Porque, además de los viajeros, en cada diligencia trabajaban el citado mayoral, el hombre que llevaba las riendas -aquí en Asturias uno muy famoso fue un tal Lesaca-, un postillón que iba adelante con uno de los caballos y un par de zagales para cargar los paquetes y ayudar a arriar las mulas.
Un tinglado organizativo que incluía todos los cambios de tiro, que hasta llegar a León se hacían en Campomanes y Pola de Gordón. «Estaba todo muy organizado, llegaba la diligencia, y ponían el tiro de la anterior, que ya había descansado, cada tiro hacia siempre la misma ruta». Y cerca de esos cambios de tiro, las ventas, que empezaban entonces a servir comidas más dignas y elaboradas para los sufridos y acaudalados viajeros.
Cada tiro era diferente. Subir Pajares suponía trabajo extra. «Llevaban hasta tres caballos en tercias, en decir, tres adelante, y en invierno a veces les metían yuntas de bueyes». Estaba todo listo para evitar la nieve e incluso para esquiarla en las bajadas: «Ponían debajo de las ruedas unas planchas de acero para que el carro fuera resbalando y en algunos sitios se usaban tornos, a los que se enganchaba el carro con una cuerda para que no se despeñara». Alguna, pese a las precauciones, se despeñó.
Pajares fue complicado para las diligencias y también para el ferrocarril. En el momento en que el tren llegó a León, las diligencias desaparecieron en esa ruta desde Madrid, pero había que trasladar a los viajeros a Asturias, había que cubrir la ruta entre Busdongo y Puente de los Fierros en esos carromatos. Y las imágenes del pueblo lenense repleto de carros y tiros son elocuentes de lo importante que fue este transporte hasta que en 1884 por fin comenzaron a prestar su función las vías por el puerto.
El tren lo cambió todo. Los mayorales se fueron al paro o se reconvirtieron en conductores de coches de punto, el precedente de los taxis a motor. Aunque, a decir verdad, aquí en Asturias aún hubo diligencias para rato, aunque en recorridos más cortos que los casi 500 kilómetros que nos separan de Madrid. En el oriente y el centro, donde el ferrocarril llegó primero, desaparecieron antes, pero en el occidente, prácticamente hasta la llegada del ALSA siguió habiendo diligencias.
«Probablemente se ha minusvalorado el papel de las diligencias en esa época», concluye Javier Fernández, que aspira ahora a hacerse con más documentación al respecto para poder completar el puzle de esos viajes anteriores al ferrocarril.
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