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Con el siglo XX y en primavera, un 29 de abril, llegaba al mundo en Oviedo el hijo de Luis Roberto Fernández López y María Cristina López Baez, el segundo de cuatro hermanos. Habitaba aquella la familia llamada a la desgracia temprana una tercera planta de un edificio en la céntrica calle Fruela. Tenía solo seis años Luis Fernández cuando perdió a su madre y cuando empezó a tomar clases de dibujo. Nueve cuando falleció su padre, lo que motivó primero una mudanza a Madrid y una segunda a Barcelona. La orfandad marcó el devenir de quien con 12 años ya comenzó a formarse en la Escuela de Bellas Artes de la capital catalana, quien estaba llamado también a trascender las fronteras nacionales, a hacer carrera en París, a convertirse en uno de los grandes pintores españoles del siglo XX por su singularidad y valentía. El pasado año se cumplieron los 50 años de su muerte y una gran exposición, la más ambiciosa jamás organizada en torno a su figura, se estrenó en Madrid, en la sede del a Fundación María Cristina Masaveu Peterson, que la organizó de la mano del Museo de Bellas Artes de Asturias. En Madrid está ahora hasta finales de este mes; a Oviedo llegará el 23 de febrero con obras recopiladas por medio mundo y con la ambición ya hecha logro de mostrarle al completo, en plenitud, por revelarle tal cual fue como nunca antes se había hecho.
Es Alfonso Palacio, el director del Museo de Bellas Artes de Asturias, el mayor conocedor de la vida y obra del pintor asturiano, quien se ha encargado de seleccionar las 150 obras que se muestran y de realizar un catálogo ya editado que supera las trescientas páginas en las que poner palabras a todas ese arte con el que buscó «la belleza, la perfección y el absoluto», con las que escribió «una de las más hermosas páginas del arte español del siglo XX». Así lo expresa el comisario en ese catálogo magníficamente editado y que ilustra al milímetro cada momento vital, cada etapa, cada pincelada de su obra, de esa paloma de perfil que dibujó en 1915 y es la más antigua de sus obras conocidas a la muestra 'George Hugnet et ses amis', de 1973, la última en la que participó poco antes de morir en el hospital parisino Salpetrière.
La expresividad fue siempre para él una obsesión. Y fue fruto de su admiración por la obra de Goya, Van Gogh o Holbein o El Greco, que estaban ahí para inspirar un viaje artístico que también se nutrió de la escultura y en el que hay una fecha definitiva y definitoria: 1924, el año el que toma rumbo a París. Hubo dos razones: entrar en contacto con el ambiente artístico del momento y evitar ser reclutado para la guerra de Marruecos. Allí se produce una ruptura con el pasado, allí abraza la abstracción geométrica que lo colocó entre los grandes.
Hay que serlo para tener obra en el Centre Georges Pompidou, el Museo de Arte Moderno de París, el Museé National Picasso de París, la Foundation des Treilles, el Museo de Arte Moderno de Saint-Etienne, el Museo Cantini de Marsella, el Museo Zervos de Vézelay, el Museo de Bellas Artes de Dijon, el Centro de Arte Reina Sofía, el IVAM, el Bellas Artes de Bilbao, las fundaciones Telefónica y Mapfre, el Museo Helga de Alvear, la Fundación Azcona o The Menil Collection de Houston... De todos esos lugares, de un total de 44 prestadores, llega la obra con la que se traza ese periplo de la abstracción, al surrealismo, el picassismo, el poscubismo hasta alcanzar su etapa de madurez... Con obras, y también con fotografías y otros documentos que forman parte del fondo documental que se conserva en Oviedo, se cuenta.
En seis secciones se va configurando el trazo de un artista absolutamente único, que ponía en cada pincelada un pensamiento, que jugaba con los símbolos y los objetos, que pretendió y logró que la luz emara de sus cuadros, que llevó al lienzo y al papel de una manera personal palomas, cráneos, vasos, rosas, velas... Marcó una época, un siglo XX intenso y extenso en lo artístico, y con nombres tan fundamentales como los de André Breton, Pier Mondrian o Pablo Picasso, que fueron sus amigos.
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