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José Luis García Martín
Viernes, 23 de junio 2023, 16:22
Qué pobre sería una literatura si solo estuviera formada por grandes nombres o por las figuras de actualidad, esos escritores que ocupan cada semana las ... primeras páginas de los suplementos culturales. Andrés Trapiello, al margen de otros más llamativos menesteres, quiso poner al servicio de una literatura olvidada, marginada o incipiente, la colección La Veleta, artesanalmente cuidada por él mismo, que ya se acerca a su número cien. Su catálogo está lleno de secretas maravillas. La más reciente entrega corresponde a un poeta francés, Louis Brauquier, nacido en 1900, que supo mantenerse al margen de los escándalos y las algaradas vanguardistas del siglo XX y ello le supuso un cierto marginamiento en los manuales. Ya se sabe -lo afirmó reiteradamente Borges- que para pasar a la historia de la literatura es mejor firmar manifiestos y formar parte de un grupo rupturista -ahí están los ultraístas o los novísimos- que escribir buenos poemas en una tradición ya consolidada.
Louis Brauquier nació en Marsella, cerca del puerto, fue capitán de la marina mercante, y el mar y la navegación constituyen el tema central de sus primeros libros, publicados en los años veinte. Son poemas llenos de nombres exóticos y de encanto, que alguien ha comparado con las novelas de Josep Conrad y que la traductora, Marie-Christine del Castillo, pone en relación con los versos marinos de José del Río Sanz, herederos del modernismo y ajenos a fuegos de artificio experimentales. Alguna vez nos recuerdan también al Álvaro de Campos de la 'Ora marítima' o al Paul Morand enamorado de todos los exotismos.
Edición y traducción de Marie-Christine del Castillo. La Veleta.
376 páginas.
33 euros.
Pero hay otro Louis Brauquier además del que añora Marsella desde los más lejanos puertos o nos habla de sus compañeros o de las peripecias de la navegación y adorna sus versos con nombres impronunciables: «El práctico está a bordo, ya se bajó el agente, / unos remolcadores ayudan a virar, / y la noche de Australia, llena de estrellas duras, / envuelve los oscuros muelles de Wooloomooloo». Ese otro Louis Brauquier es el de tierra adentro (la traductora lo prefiere y de ahí el título de la antología), el que tras la jubilación se retira a una granja en la Provenza y en ella practica, junto a la luisiana vida retirada, sus dos grandes pasiones, la fotografía y la pintura, además de la poesía.
Los poemas últimos de Louis Brauquier son con frecuencia descriptivos -'Pinturas' se titula una de las secciones de su último libro publicado en vida, 'Fuegos de pecios' (1970)- y están llenos de días de invierno y viejos caserones. «El paisaje es un estado del alma», nos repetimos con Amiel al leer estos poemas que hablan de ocasos y vejez, pero que no han envejecido nada. Cito, como ejemplo, 'La casa retirada': «Fuera, el viento de invierno castiga los cipreses. / Los faroles castigan la penumbra / de la sala en que un tronco de almendro se consume. / Y la música sacra se exalta con la noche; / unas balsas perdidas nos llevan mar adentro / donde sin cesar llaman las sirenas de Dios. / La brasa al estallar dora una espalda rubia. / Si este sueño es la vida, que nadie me despierte».
No ayuda, sin embargo, a apreciar estos poemas la traducción. Conviene utilizarla solo como una apoyatura para acercarse al original. Marie-Christine del Castillo es francesa y española, perfectamente bilingüe, ha editado -en Renacimiento- a algunos de los mejores poetas españoles contemporáneos, pero tiene una concepción sumamente extraña de lo que es la traducción poética. Sin necesidad ninguna, junta y divide versos, añade donde le parece insólitos encabalgamientos o cambia el orden de las palabras. Veamos algunos ejemplos. «Le jour, la pluie tombait sur la mer volcanique / et les cocoteraies», escribe Brauquier, y la traducción dice: «Cada día llovía sobre los cocoteros / y sobre el mar volcánico». Tres versos («Il aime mieux se souvenir; / Trois doights levés sur l'Océan / Dans un archipel invisible») pueden convertirse en dos, con la desaparición de algún adjetivo: «Prefiere recordar; tres dedos levantados / por encima del mar en algún archipiélago». Pero lo que más incomoda son los encabalgamientos caprichosos que hacen terminar el verso en una palabra átona, como esa «Tendresse en veilleuse au fond du silence, / Vol d'oiseaux migrateurs dan le ciel étranger» que se convierte en «ternura en vela al fondo del / silencio. Vuelo de aves migratorias / en el cielo extranjero».
No estaría mal, junto al sintético y bien informado prólogo, una nota sobre los criterios de traducción, que a mi parecer estropean -y no, naturalmente, por desconocimiento del idioma- tantos poemas. Cuando Marie-Christine del Castillo se limita a traducir verso a verso (sin cortarlos caprichosamente) y casi palabra por palabra es cuando más acierta, como en 'Rivalidad de las islas'.
Hay muchos poemas conmovedoramente memorables en Louis Brauquier. Cito algunos: 'Nieve sobre el río de Shangai' (en China estuvo el poeta entre 1940 y 1947), 'El armenio', toda la serie de 'El invierno' o 'Pintura'. A Marie-Christine del Castillo -que ha dedicado más de una década a esta traducción- y a la siempre sugerente y casi clandestina colección que dirige el mediático Andrés Trapiello debemos agradecerles el descubrimiento de un poeta que quizá no cambió la historia de la literatura, pero que enriquece para siempre esa antología personal que va formando cada lector al margen de las modas y la erudición académica.
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