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Escribo este comentario cuando la causa judicial contra el Fiscal General del Estado está completamente viva. Un espectador de la política española –supongamos un ciudadano extranjero no muy politizado– que siga la información a través de dispares medios de comunicación puede llevarse la comprensible impresión ... de que el asunto no está nada claro; que –atendiendo a las distintas versiones de los medios– no resulta sencillo saber si todo esto se trata de una operación de acoso y derribo contra el gobierno; o si, por el contrario, el origen de todo es, en efecto, una operación de acoso y derribo, pero orquestada precisamente por el gobierno contra la presidenta de la Comunidad de Madrid.
Este tipo de experiencias alimentan el libro '(Pos)verdad y democracia', si bien el autor lleva la cuestión a un análisis más profundo sobre el papel que desempeña la verdad en la democracia. De hecho, manifiesta sus reticencias a admitir que el término posverdad resulte la mejor forma de referirnos a la situación en que nos encontramos, ya que la cuestión de la verdad resulta más peliaguda de lo que nos gustaría pensar. Quizá la aspiración a la verdad no sea, según el autor, lo que mejor define la aspiración de una democracia, pues una democracia sería más un «régimen de opinión» que un «régimen de verdad». Aspirar a la verdad, no dejaría de ser una visión excesivamente ingenua o idealizada sobre ella. Así, pues, habría que hablar, más que de verdad, de hechos, de modo que nos encontraríamos en una situación posfactual, en la que los diversos actores políticos (cargos electos, partidos, medios de comunicación, ciudadanos, etcétera) se desentienden de los hechos, bien manipulando deliberadamente la información, bien resistiéndose a admitir objetivamente los hechos en función de las propias preferencias ideológicas o políticas.
No obstante, la defensa de la verdad representa un criterio normativo de las democracias liberales. Aunque en la práctica no seamos muy respetuosos con ella, no podemos permitirnos renegar de ella. El libro se debate entre la exigencia democrática de respeto a la verdad, al menos a los hechos, y la dificultad para defender lo que denomina, junto con otros pensadores, un sentido fuerte de la verdad. Más que a la verdad, podríamos aspirar a ciertas verdades –morales, políticas, incluso factuales- que nos ayuden a orientar la convivencia democrática. Pero la verdad sería una palabra excesiva para la democracia. Y ésa es al final la cuestión con que se enfrenta el autor: si como establecen Foucault y los posmodernos, la verdad –lo que se afirma como tal– es una máscara del poder o, si como postulan Rawls, Rorty y otros, la verdad en sentido metafísico es incompatible con la democracia, ¿a qué podemos atenernos?
Según el autor, hemos de aferrarnos a la verdad de los hechos –con la dificultad que ello mismo ya entraña– como referencia mínima, como una cierta aspiración. Pero si la verdad es una palabra muy fuerte para una cultura liberal, ¿qué valor tiene la democracia liberal?, ¿cómo argumentamos el verdadero valor de la democracia liberal? Habría que concluir que sólo puede ser un modus vivendi o un modus credendi. No estamos, según ese argumento, en condiciones de aceptar que existe algo verdadero, pero podemos estar dispuestos a convivir pacíficamente, sean cuales sean nuestras concepciones del bien. En este punto, el autor se manifiesta completamente rawlsiano: la democracia liberal es, ni más ni menos, un bien político, que no nos exige suscribir ninguna concepción ética del bien (tampoco sobre la democracia misma, claro). Entonces, me pregunto yo, el valor de la democracia, ¿es tan sólo una cuestión de hecho, un pacífico acuerdo político?, ¿por qué habría de respetarlo, entonces, quien no comulgue con los principios liberales?
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