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Rafael Caunedo (Madrid, 1966), apasionado del lado creativo de la vida, nos invita en su última novela, 'El deseo de los accidentes' (Destino, 2021), a adentrarnos en la cara B de las relaciones y bucear entre los deseos que callamos y la verdad que queremos ... mostrar. No es sencillo diferenciar ambos planos y llegar a estar en comunión con algunos de esos deseos que nos empeñamos en negar. Una novela donde víctimas y culpables se confunden y la línea entre casualidad, accidente e intención se difumina.
«Su vida es una secuencia repetitiva de rutinas», dice sobre algunos de los personajes de 'El deseo de los accidentes', pero ¿puede existir la vida sin rutinas?
La palabra rutina tiene mala reputación. Un matrimonio rutinario, por ejemplo, es un matrimonio aburrido. Sin embargo, no son rutinarias las copas de los viernes a la salida del trabajo. Hablar de rutina es hablar de horario, limitaciones, imposiciones… En definitiva, la resignación a estar sujetos. Nadie es independiente al cien por cien. Vivimos en un mundo donde la libertad tiene sus límites, aunque suene paradójico.
Afirma que las casualidades, como los accidentes, le fascinan. ¿Por qué?
Planificar nuestra vida es imposible. Hay variables que no forman parte de la ecuación. Surgen durante el proceso en el que intentamos despejar la incógnita de hacia dónde vamos. Esas variables incontrolables cambian constantemente la ecuación y son las que hacen que nuestras vidas estén siempre en manos del azar. Uno puede programarse, pero jamás tendrá garantías de éxito. Eso es lo divertido.
En la novela, ¿nos enfrentamos a distintas verdades o a diferentes formas de ver una misma verdad?
Cuando un matrimonio se separa, siempre hay dos versiones de los hechos. ¿Cuál es la verdadera? ¿Dónde está la verdad? Lo fascinante de la ficción es que me permite jugar con esas verdades subjetivas y al lector le apetece decantarse. Tendemos a hacer bandos en función de la verdad que entendemos como cierta. Es como la línea editorial de un periódico o de una cadena de televisión. Elegimos una opción, pero nadie nos dice si estamos en lo cierto. Basta con que lo creamos nosotros.
¿Y es su novela un retrato de la cara B de la vida?
Claro. Se puede llamar cara B, trastero o como se quiera. La realidad es que somos lo que decimos, hacemos, vemos, tocamos…, pero también somos lo que callamos, lo que no hacemos, lo que renunciamos o lo que nos perdemos. Ese es el campo dónde yo me muevo.
'El deseo de los accidentes' tiene un final muy potente, que no develaremos. ¿Es de los que tiene claro ese final antes de ponerse a escribir?
Tengo claro el principio y el final, pero no el desarrollo central. Sé hacia dónde me dirijo, pero desconozco el camino. Me voy dejando llevar. Me encantan esos momentos en que te despiertas una mañana y sientes que vas en la buena dirección. Las ideas improvisadas son las que te van controlando el rumbo hacia el objetivo.
Sigamos con su forma de escribir. ¿Guarda el más absoluto secreto sobre su trabajo o no les importa contarlo?
Cuento lo justo para picar la curiosidad. No destripo nada. Se quedan con ganas de más. Me encanta verlos sufrir.
¿Y manías? ¿Tiene usted supersticiones o manías que pueda confesar?
No soy consciente de tener manías. Tuve un alumno hace años que decía que no podía escribir sin susurrar lo que escribía. No me puedo imaginar el suplicio de algo así. Yo, por suerte, escribo sin manías.
¿Qué siente al poner 'fin' en las novelas, sea literal o figurado?
No soy de esos escritores que no quieren terminar una novela. Yo estoy deseando terminar el manuscrito para revisarlo varias veces y después enviarlo a la editorial. No tengo problema en borrar un proyecto de mi cabeza y ponerme con otro. Eso me motiva, la verdad.
De la forma de escribir, vayamos a sus libros favoritos y amores literarios. ¿Tiene algún personaje del que se haya enamorado?
Sí, del escritor que camina y observa en «El paseo», de Robert Walser.
¿Y alguno al que mataría con toda su alma?
Nada de violencia. Si no me gusta, me conformo con ignorarlo.
Alma… ¿Por qué vendería la suya?
Hoy por hoy, por nada. Dentro de unos años…, ya veremos.
Imagínese que tuviera la oportunidad de convocar al fantasma de un escritor para hacerle una única pregunta. ¿A quién llamaría y qué le preguntaría?
A Thomas Bernhard. Me sentaría con él en el café Braunerhof, en Viena, donde él solía ir, y le preguntaría: ¿Solo o con leche? Después dejaría que me contara lo que quisiera.
Y si pudiera hacerlo y nadie se enterara, ¿a quién plagiaría? ¿Por qué?
Mi conciencia no me deja plagiar.
¿Le da miedo el éxito? ¿Y la ausencia de él?
¿Miedo? Para nada. Escribo para vender mucho, ¿por qué no reconocerlo? Cuanto más, mejor.
Para terminar, elija una palabra, una sola, para definir su literatura.
Emocional.
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