A Luis Sepúlveda lo nacieron en el Sur pero él soñaba con ser del Norte. Son cosas que pasan, que uno quiere ser de donde no es. ¿Te imaginas unas Navidades donde la gente come helados y se pasa el día en la playa ... tomando el sol embadurnado de crema antes de ir a cenar? Me preguntaba y, luego, añadía: una Navidad como Dios manda sólo puede ser la de los cuentos de los Hermanos Grimm, con nieve. Y se vino al Norte.

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Lo que no podía imaginarse es que aquel sueño suyo lo tuviera que realizar dejando atrás a su familia y a un montón de amigos muertos. Pinochet tenía el gatillo fácil y aviones siempre dispuestos a dar un paseo sobre el Pacífico. Así que se largó a tiempo hacia Hamburgo, donde se suponía que nevaba.

Y allí fue feliz hasta que se cansó de ser feliz. Un día descubrió que había algo más importante que la nieve: la palabra. Porque con las palabras construyes todos los paisajes nevados que quieras, me decía, y todas las navidades que puedas imaginar. ¡La palabra es Dios! Había descubierto que existía una patria mayor que aquella en la que uno nace, como es la patria de la lengua, la enorme patria sin fronteras del castellano. Y de eso, en Hamburgo, no había mucho.

Entonces decidió venirse a España, al Sur de nuevo, pero para no dejar de ser consecuente con sus sueños se iría al Norte del Sur, donde seguro que también nevaba en Navidad. Y así fue cómo acabó en Asturias.

Aunque todo se debió a una confusión, en realidad él se dirigía al País Vasco a ver la casa de sus abuelos, pero la magia sonora de los nombres de los pueblos que atravesaba (Pola de Lena, Turón, Mieres), los mismos que había oído en boca de aquellos emigrantes asturianos que frecuentaban el restaurante de sus padres, le hizo continuar hasta el final de aquella carretera misteriosa, aquella que de manera tan insospechada le había llevado a la rilkeniana patria del hombre: la infancia.

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Y así, gracias a la música de las palabras y a su mal sentido de la orientación, acabó en Gijón.

Contar historias como ésta, igual que Luis Sepúlveda hacía, no es difícil, es imposible. Lucho se echaba la manta al cuello de aquel castellano aún cargado de resonancias andinas y narraba mientras se escuchaba y todo el mundo entraba en una especie de trance auditivo del que nadie quería salir. No importaba que exagerara (él no mentía) o que a veces cambiara de ubicación las historias (es bueno cambiar de escenario), su palabra estaba allí delante de nosotros, sólida y caliente, como una manta donde abrigarse… ¡Hasta que llegó el Comandante Negro y mandó a parar!

El mundo, querido Lucho, ¡ay!, seguirá dando vueltas y otros habrá que vengan a contarlo, pero tan cierto es eso como que sin tu palabra la música de la vida será más sorda y triste… Sobre todo para algunos.

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