Conocí a Luis Sepúlveda y empecé a leerlo allá por los primeros años de la década de 1990, y desde entonces establecimos una relación muy parecida a la amistad. Entonces ya él era un autor muy reconocido, de grandes ventas, y yo un periodista que escribía sus primeras novelas y al que nadie conocía pero Lucho, como todos los cercanos le decíamos, me brindó amistad y, muy pronto también apoyo. Porque si algo caracterizó a este hombre fue su generosidad humana e intelectual. Cada espacio que ocupaba con su fama y con su nombre trató de explotarlo en beneficio de otros escritores, para encontrarles un sitio, empujarlos, procurarles una oportunidad. Me imagino que sus editores le temían un poco: Lucho siempre tenía un autor joven y desconocido que lo entusiasmaba y del cual le hablaba a esos editores tratando de trasmitir la alegría de su descubrimiento y de darle una alegría a ese escritor.

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Muchos fuimos, por ello, los que tuvimos muestras palpables de esa generosidad que lo acompañó siempre, y que ahora hemos perdido. Y estoy seguro de que allá donde esté, Lucho ya debe de estar hablándole a quien lo reciba de lo bueno que sería publicar a un joven autor que es una promesa por descubrir.

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