Lee el adelanto editorial de la nueva novela de Ken Follet

Avance editorial ·

Este próximo martes llega a las librerías 'La Armadura de la luz', la quinta entrega de la saga 'Los pilares de la Tierra', una trama épica ambientada en el siglo XIX

Ken Follett

Sábado, 23 de septiembre 2023, 19:52

Kit Clitheroe nunca había visto un desierto, pero estaba casi seguro de que se encontraba en uno. El terreno era duro y arenoso, y el sol brillaba implacable todo el día. Aunque siempre había imaginado los desiertos llanos, en las últimas semanas había cruzado las ... montañas más altas que jamás había visto.

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Roger y él se sentaron en el suelo a comer cordero estofado con alubias mientras el sol se ponía sobre el río Zadorra, en el norte de España. Todos aseguraban que la gran batalla se libraría al día siguiente. Para Kit sería la primera, y tal vez la última. El miedo lo atenazaba de tal modo que tenía que obligarse a tragar la comida.

Corría el mes de junio y llevaban dos meses en España. Cuando llegaron a Ciudad Rodrigo, los pusieron a trabajar de inmediato revisando y reparando los cañones que habían permanecido a cubierto todo el invierno y que ahora tenían que ponerse a punto para entrar en acción. El comandante del Regimiento Real de Artilleros era el teniente coronel Alexander Dickson, un hombre por el que Kit sintió un gran respeto desde el primer momento por su brío e inteligencia. Había sido director de una fábrica y comprendía la necesidad primordial de dictar órdenes claras que resultaran coherentes para los hombres.

Los cañones eran de bronce y descansaban sobre cureñas de madera reforzada con hierro de dos ruedas. El clima de España no era tan húmedo como el de Inglaterra, pero el hierro se oxidaba allí como en todas partes. Kit y Roger supervisaban a los soldados que los limpiaban y engrasaban, y comprobaban que la artillería rodada estaba en condiciones de iniciar la marcha. Los cañones británicos pesaban tres quintas partes de una tonelada; desplazarlos por pistas sin pavimentar suponía, cuando menos, todo un desafío, y a menudo una pesadilla. Cada cañón estaba sujeto a un armón de dos ruedas, y se requerían seis caballos para desplazarlo.

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La mayoría de los días, Kit había estado tan atareado que había olvidado inquietarse por la perspectiva de entrar en combate (...).

Los nuevos reclutas estaban recibiendo instrucción (...) y los soldados ascendían de rango deprisa. Las batallas del año anterior habían privado al ejército de Wellington de cuantiosos oficiales. A Kit y a Roger los promocionaron enseguida para conferirles autoridad en la supervisión del trabajo. Roger fue nombrado teniente; Kit, por sus años de servicio en la milicia, capitán.

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En Ciudad Rodrigo se habían encontrado con muchos hombres del 107.º Regimiento de Infantería. Joe Hornbeam y Sandy Drummond eran alféreces, el rango más bajo de oficial.

A Kit le sorprendió ver a centenares de inglesas en la ciudad; no tenía idea de la cantidad de mujeres que acompañaban a sus maridos al frente. Según supo después, el ejército lo toleraba porque cumplían funciones de gran utilidad. En el campo de batalla llevaban a sus hombres comida, bebida y en ocasiones munición. Lejos de él, se consagraban a lo mismo que todas las esposas: lavar la ropa, cocinar y hacer el amor por las noches. Los oficiales creían que la presencia de las esposas reducía la propensión de los soldados a beber en exceso, enzarzarse en peleas y reyertas y contagiarse de enfermedades desagradables por su trato con prostitutas (...).

A mediados de mayo, el ejército de Wellington había abandonado Ciudad Rodrigo en dirección al norte. Algunos hombres se mostraban anhelantes tras haber pasado un invierno marcado por la monotonía. Kit solo pensaba que era preferible estar aburrido que muerto.

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Hablando con el personal del Estado Mayor, Roger supo que el ejército aliado estaba formado por ciento veinte mil soldados. Los cincuenta mil británicos constituían el mayor contingente, reforzados por cuarenta mil españoles y treinta mil portugueses. Se desconocía cuántos hombres componían la guerrilla de la resistencia española.

En el norte de España se creía que el ejército francés contaba con unos ciento treinta mil efectivos, que no recibían refuerzos. Se decía que más de la mitad de todo el ejército nacional francés se había perdido en el catastrófico marzo de Napoleón en Moscú. Lejos de aumentar la presencia de su ejército en España, Bonaparte había retirado a sus mejores hombres para destinarlos a las batallas en curso en el noroeste de Europa, mientras que las fuerzas de Wellington habían recibido un flujo constante de hombres y suministros a lo largo del invierno.

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Bonaparte siempre sorprendía a su enemigo… pero Bonaparte no estaba en España. Era su hermano José quien ostentaba el mando allí (...). El rey José de España había trasladado la capitalidad de Madrid a Valladolid, una ciudad con una posición dominante en el centro norte del país. El ejército de Wellington marchaba hacia el nordeste, rumbo a Valladolid, pero también había enviado una fuerza de flanqueo en una curva septentrional para abordar a los franceses desde un ángulo insospechado.

En lugar de oponer resistencia a la maniobra, los franceses, inesperadamente, se retiraron. El personal de los cuarteles generales británicos no entendía por qué. Los servicios secretos calculaban que los soldados enemigos eran menos de los que creían: apenas unos sesenta mil. Tal vez muchos de ellos se encontraban más al norte, en las montañas, combatiendo a la guerrilla. Su retiro hacia el nordeste los acercaba más a la frontera francesa.

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¿Era posible que huyeran a su país por las montañas? Por un instante a Kit se le ocurrió que quizá los británicos pudieran ganar sin combatir. Luego se dijo que solo eran ilusiones.

Y, en efecto, lo eran. El rey José opuso resistencia en el valle del río Zadorra, al oeste de la ciudad vasca de Vitoria, y ahora, al fin, Kit tendría que entrar en combate.

Se encontraban en una llanura diáfana con montañas al norte y al sur, angostos cañones al este y al oeste, y el río que la cruzaba serpenteante de nordeste a sudeste. Los franceses estaban acampados en el extremo más alejado de ese río en diagonal. El ejército de Wellington tendría que vadearlo para atacar.

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Kit se sentía aterrado.

— ¿Cómo empezará? —le preguntó a Roger, inquieto.

— Formarán un frente perpendicular a nuestra ruta para detener nuestro avance.

— ¿Y después?

— Es probable que ataquemos en columnas, intentando abrir brechas en su línea. –Kit vio la lógica de la estrategia–. Nuestro problema es el río —prosiguió Roger–. Cuando un ejército cruza un río, por un puente o un vado, avanza muy concentrado y despacio, por lo que se convierte en un blanco fácil. Si el rey José tiene un mínimo de sentido común, apostará destacamentos fuertes en todos los puntos de cruce y confiará en arrasarnos justo cuando seamos más vulnerables.

— Podríamos construir puentes provisionales.

— Para eso está el Real Cuerpo de Ingenieros, pero, si el enemigo es hábil, atacará mientras los construyen.

Kit empezó a pensar que no había posibilidad de supervivencia para ningún soldado. Sin embargo, muchos hombres sobrevivían, se dijo. No alcanzaba a imaginar cómo.

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Esa noche solo pudo dormir a ratos y se levantó al alba para supervisar el enjaezamiento de los bueyes (...).

Los ejércitos británico, español y portugués se pusieron en marcha a las ocho en punto. «Nos dirigimos a nuestras tumbas», pensó Kit.

Para sorpresa de todos, la mayor parte de los puentes y vados no estaban defendidos por el enemigo. Los oficiales no daban crédito a su suerte. «José no es Napoleón». Los artilleros, incluidos Kit y Roger, cruzaron el río con los cañones sin encontrar oposición y se aproximaron a un pueblo llamado Aríñez, ocupado por los franceses. Se detuvieron a una distancia prudencial, superior al alcance de los mosquetes, pero la artillería francesa no tardó en hostigarlos desde el pueblo, que se encontraba en una ladera. Los soldados británicos se refugiaron detrás de las cureñas y empujaron más deprisa los cañones. Kit tuvo que supervisar el terreno y guiarlos por áreas relativamente llanas donde el retroceso de los cañones no los hiciera caer ladera abajo. Aunque corrió peligro, fue capaz de hacerlo.

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Se requerían cinco hombres para disparar un cañón (...) que en el momento de la detonación retrocedía casi dos metros. Cualquiera lo bastante insensato para encontrarse detrás de él moría o quedaba mutilado. El equipo se apresuraba después a resituar el cañón y el proceso volvía a empezar. Debían hacer una pausa cada diez o doce disparos para enfriar el cañón con agua (...). A Kit le habían asegurado que un equipo eficaz podía disparar unas cien veces en una batalla que durase todo un día. (...) Iba de un lado al otro de la línea de cañones supervisando problemas y solucionándolos (...). Su tarea era conseguir que los cañones volvieran a disparar con la menor demora posible. Advirtió que ya no estaba asustado, algo que lo sorprendió mucho, pero no tuvo tiempo de pensar en ello (...).

Resultaba difícil saber qué efecto estaban teniendo sus disparos, ya que las posiciones del enemigo quedaban ocultas tras el humo de sus propios cañones. Se decía que cada bala disparada contra una línea de infantería mataba a tres hombres. Si un fragmento incandescente del proyectil caía sobre una caja de pólvora, mataba a muchos más. El fuego enemigo estaba pasando factura a los artilleros británicos.

Los hombres caían, a menudo entre gritos. Los cañones y sus cureñas quedaban maltrechos. Las mujeres que habían seguido a los soldados al campo de batalla retiraban a los heridos y a los muertos. En un recoveco de la mente de Kit, apenas consciente, un terrible recuerdo cobró vida: su padre, aplastado por el carro de Will Riddick, aullando cada vez que intentaban moverlo. Aunque era incapaz de apartar esa imagen de su cabeza, sí consiguió obviarla.

La infantería aliada atacó Aríñez desde el extremo opuesto, y a los cañones británicos se les ordenó cesar el fuego por temor a disparar contra sus propios hombres.

Al fin los cañones franceses enmudecieron, y Kit supuso que eso significaba que los aliados habían ganado la batalla por el pueblo. No sabía cómo ni por qué. Estaba, ante todo, perplejo por cómo se había concentrado en el trabajo que tenía que hacer y se había olvidado del peligro en el que se encontraba. No había sido valiente, se dijo; solo había estado demasiado ocupado para pensar en eso.

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El humo no se había dispersado del todo cuando llegó la orden de seguir avanzando. Llevaron a la vanguardia los caballos y los bueyes. Mientras los enjaezaban, un grupo de oficiales se acercó a caballo; el que ostentaba el mando era un hombre alto y esbelto ataviado con un polvoriento uniforme de general.

— ¡Es el Viejo Narigudo! —exclamó alguien.

Debía de tratarse de Wellington, pensó Kit. El hombre tenía, en efecto, la nariz grande y de punta aguileña.

— ¡Avancen! —voceó Wellington, perentorio.

— ¿En columna o en fila, señor? —preguntó un coronel que se encontraba cerca.

— ¡Como sea, pero, por el amor de Dios, avancen ya! —contestó Wellington, impaciente. Y se alejó a lomos de su caballo.

Adelantaron los cañones un kilómetro y medio, y después, no lejos de un pueblo llamado Gomecha, según comentó alguien, se toparon con una inmensa batería francesa. A medida que tomaban posición, fueron llevándoles más cañones. Kit calculó que cada bando disponía de no menos de setenta (...).

Cuando una bala impactó en un cañón cercano, justo en la munición, Kit salió despedido por la explosión, y el mundo se sumió en el silencio. Yació en el suelo aturdido, no supo cuánto tiempo, y luego consiguió ponerse en pie. Le dolía el cuello. Tocó algo pegajoso y su mano quedó ensangrentada. Siguió reparando las galgas y poco a poco fue recuperando la audición.

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La infantería aliada avanzaba (...). Sin embargo, y pese a sus esfuerzos, Kit vio caer a muchos soldados. Los supervivientes siguieron corriendo directos hacia las fauces de los cañones enemigos. El día anterior, a Kit le habría maravillado su coraje. Ese día, sin embargo, los comprendía: no tenían tiempo para preocuparse, igual que él (...). Los artilleros recibieron la orden de detenerse y esperar nuevas órdenes. Kit reparó de pronto en lo agotado que estaba y se tumbó boca arriba en el suelo. Aquel silencio era el mayor lujo que había experimentado en la vida. Cerró los ojos bajo el sol.

— ¡Oh, Dios mío! ¡Kit! ¿Estás muerto? —oyó que exclamaba una voz al cabo de un rato.

Era Roger. Kit abrió los ojos.

— No, todavía no.

Se puso en pie de un salto y se abrazaron. Luego se dieron unas palmadas en la espalda con actitud varonil, solo por aparentar.

Roger retrocedió un paso, miró a Kit y se echó a reír.

— ¿Qué? —le preguntó Kit.

— No te haces una idea de las pintas que tienes, con la cara negra de humo y sangre en el uniforme, y te falta una pernera de los pantalones.

Kit bajó la mirada.

— ¿Cómo habrá pasado esto?

Roger volvió a reír.

— Debes de haber tenido un día entretenido.

— Sí, bastante —repuso Kit—. ¿Hemos ganado?

— Ah, sí —contestó Roger—. Hemos ganado.

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