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Los filósofos dicen que hay preguntas que se ciernen sobre abismos metafísicos, pero aquel hombre, Laurent, lo hacía sobre abismos reales. Era el día. En el periódico me habían enviado para cubrir el acontecimiento: el intento de batir el récord de inmersión libre mundial. Abismos. Simas. Una bajada de 122 metros en apnea. Siempre se habla de ir al límite, ese Fórmula 1 que va a tope, aquel ciclista que apura su organismo en una montaña, el atleta que corre 42 kilómetros a ritmos inferiores a tres minutos cada uno, los paracaidistas que se lanzan desde la estratosfera con trajes presurizados. Pero el único límite real era el que aquel hombre, Laurent, se disponía a cruzar: bucear hacia el fondo sin bombonas de oxígeno que le permitiesen respirar. Descender a más de cien metros convierte tu cuerpo en una botella de plástico que se va deformando milímetro a milímetro, mientras el corazón ralentiza sus pulsaciones hasta veinte latidos por minuto, el oxígeno se evapora de tu cuerpo, y, en algunos momentos, si un médico reconociese tus constantes vitales, podría afirmar que estás muerto. La muerte es un templo y Laurent se colocaba ante su entrada. Eso es lo que he venido a contar.
Le veo prepararse con ejercicios de relajamiento sobre una plataforma flotante; estamos en las Bahamas, sobre una dolina marina, un agujero azul a unos metros de la playa, 202 metros de profundidad, cuyas aguas son tan transparentes que es posible ver un reflejo de azul en las arenas carbonatadas del fondo. Desde la plataforma hasta el mismo hay una cuerda tensada, que Laurent recorrerá lentamente en vertical, sin peso, sin aletas, venciendo la resistencia del agua hasta que llegado a los 30 metros su cuerpo perderá la capacidad de flotar y comenzará una caída libre a un metro por segundo. Ahí comienza la felicidad, ahí comienza el peligro, me había respondido en una entrevista dos días antes. Contemplo a Laurent ponerse en pie, es un hombre alto y fibroso; se introduce en el agua, queda flotando boca a arriba, se relaja mucho tiempo, ralentiza su actividad cardiaca, la tensión muscular, la frecuencia respiratoria, la actividad metabólica, el consumo de oxígeno. Luego comienza a llenar sus pulmones de aire, unos pulmones enormes que no parece que puedan caber en su fino cuerpo y que acogen hasta diez litros, para después sobrellenarlos hasta los doce. Lo consigue tragando aire a bocanadas muy rápidas, en golpes casi compulsivos. Ese será su único escudo contra la nada, cuatro minutos y medio de batalla, el azul profundo.
La trasposición de la gran puerta.
El silencio absoluto.
Laurent comienza a controlar su respiración, se relaja, se introduce en el agua, comienza el descenso. Doce personas han pisado la Luna, pero solo seis han bajado más de 120 metros con una sola inspiración. Su cuerpo se irá llenando de dióxido de carbono, un veneno dulce y lento que cada segundo le irá aproximando a la hipoxia y la hipercapnia, y poco a poco su cerebro se sumirá en una peligrosa relajación que le traerá pensamientos extraños, recuerdos impostados, un sutil canto de sirenas que le atraerá a las profundidades para nunca más regresar. Tengo que concentrarme, me cuenta Laurent, mucho, porque es maravilloso, flotas en una nube de placer que no quieres abandonar, debo relajarme, no dejarme llevar por la euforia y ejercer presión en mis pulmones, recordar mis ejercicios, sentir el agua. A medida que desciende, imagino a Laurent enfrentándose a un cerebro que le inunda de adrenalina que él se niega a asimilar: horas de entrenamiento, de repetición, controlando la presión en la boca para que no le revienten los tímpanos. «A veces, me cuenta, a veces escucho mi corazón, la sangre que abandona los brazos y las piernas hacia los órganos vitales, la sangre que me habla y me dice que te voy a ayudar, Laurent, quiero que regreses, cuenta conmigo, deseo preservar tu vida. Y es una sensación muy extraña, muy reconfortante», me dice.
Consulto el reloj, se halla a la mitad de su inmersión, ya debe de haber entrado en ese mundo fantástico de sombras y sugestiones, el cerebro habrá reducido al mínimo toda la actividad del cuerpo, las arterias se estarán constriñendo por la presión y el vacío de la sangre redirigida, el corazón late a diez, quince latidos por segundo, no más. También se centrará en compensar los oídos para que no revienten los tímpanos, un curioso eructo, a presión, con la boca cerrada, y «es entonces —me confesó Laurent—, entonces cuando llegan las visiones, cuando escucho las voces, cuando experimento cosas que no se pueden contar». Dos minutos y pico, Laurent ha comenzado hace ya rato su caída libre, ánimo, Laurent, busca el fondo y regresa, hazlo por nosotros. Por todos nosotros.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
José A. González y Álex Sánchez
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